En nuestro pueblo antes de la llegada de doña María no se cultivaban plantas ornamentales. A alguna anciana le oí que una vez en la que visitó otro pueblo se le representó que era el Paraíso Terrenal del que hablaba la Historia Sagrada porque junto a la fachada de una casa vio un par de geranios y dos rosales en flor.
El tiempo, las fuerzas y el poco dinero se empleaban en Valdeperdices, si acaso, en cultivar plantas comestibles. La estética era un lujo que muy pocos se permitían. De modo que solo en algún huerto se veía un rosal y en alguna ventana dos o tres macetas de geranios.
La escuela femenina la convirtió doña María en un pequeño oasis en medio de aquel desierto estético. Dentro, junto a los ventanales crecían geranios y begonias y de todas las paredes colgaban pequeños judíos. En el exterior, puso alhelíes, malvas reales, violetas, pensamientos...
Recuerdo que las alumnas utilizaban una gran pota (la que servía también para mezclar con agua la leche en polvo) para subir, entre dos, el agua de riego desde la fuente.
Las formas, los colores, los olores y los sonidos de aquel humilde jardín escolar me acompañarán mientras conserve la memoria. Recuerdo el zumbido de abejas y abejorros polinizando las flores; el amarillo vivo, de una intensidad casi hiriente, de algún pensamiento; la penetrante y fortísima fragancia de los alhelíes; el suave y delicado aroma de las violetas de la esquina...
Aquella naturaleza vegetal domesticada agudizó en mí la sed de belleza. No me la despertó, pues desde antes de asistir a la escuela ya hacía colección de formas que consideraba bellas. Durante dos años, en una caja de zapatos había guardado trozos de piedras, ramas, conchas... cualquier cosa que me pareciese bonita. Aunque aquello que más me gustaba no se había dejado apresar. Hubiera dado mucho por poder llevarme en la caja las telarañas cubiertas de gotitas de rocío que parecían collares de perlas. Lo intenté más de una vez. Hasta que comprendí que en ocasiones lo bello puede ser tan frágil que no debe tocarse, pues al mínimo contacto se destruye.
El jardín de la escuela agudizó en mí aquella sed porque descubrí que el ser humano podía crear formas armónicas por sí mismo. Antes había disfrutado de las simetrías perfectas en las hojas de las plantas, o de los maravillosos colores del campo en primavera, o de la blancura cincelada del cenceño sobre un árbol... Pero el orden en el jardín lo había creado doña María, de manera que yo algún día también podría hacerlo.
Luisa Román Rodrigo
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