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  • Foto del escritorValdeperdices

RECUERDOS DEL TÍO FORTU (PARTE 1)

Esa tarde, como otras muchas tardes, “El Tió Fortu” salió de su casa inmediatamente después de haber comido y se dirigió al parque. Sabía que a esa hora allí no habría nadie. Era incluso muy probable que en esos días de mediados de octubre no fuera ni una sola persona por aquel lugar en todo el día. El Tió Fortu sabía que en Valdeperdices en estas fechas ya iba quedando muy poca gente. La mayoría de "los hijos del pueblo" que habían estado pasando los meses de verano allí, ya habían regresado a los lugares en los que vivían habitualmente. "Cada mochuelo a su olivo", solía decir él. De los pocos que todavía seguían viviendo en el pueblo, el tió Fortu sabía que a esas horas de la tarde y en esas fechas sólo unos pocos, que casi se podían contar con los dedos de las manos, estarían en las faenas de la siembra. Otros, los ya jubilados, solían jugar su partida de cartas en alguno de los dos bares. Buena parte de las mujeres, la mayoría ya de edad avanzada, estaría la mitad de la tarde viendo "sus novelorios"; después de haber terminado la novela, algunas, siempre que hiciera buen tiempo, saldrían a jugar a la brisca, bien a La Viga, bien al lado de la casa de Cesáreo. También algunas, por lo general por prescripción médica, se dedicarían a dar el preceptivo paseo.


Él prefería ir al parque,  para tomar el sol y para estar acompañado por sí mismo. Al tió Fortu le gustaba la soledad más que la miel a las moscas. Y en esa su soledad se complacía en recordar todo lo que le había acontecido a él mismo, y todo lo ocurrido a su alrededor, a lo largo de sus muchos años vividos, que ya casi llegaban a los noventa.


En el último año y en este sentido "andaba algo disgustado". Al ineludible paso de los años, que hacía que muchos de los acontecimientos se hubieran ido borrando en su memoria y que hacía que muchos de los recuerdos le llegaran ahora como envueltos en una espesa niebla, se unía lo que él comenzaba a temer como alguna enfermedad de tipo senil. Esto hacía que en sus recuerdos comenzaran a aparecer algunas lagunas. Cuando él se lo contaba así a su parienta, ella, la tía Julia, le gastaba bromas diciéndole que aquello ya no eran lagunas, sino mares enormes.


Aquella tarde, poco después de haberse sentado él en uno de los bancos del parque, cerca de allí pasó un agricultor en su tractor. El tió Fortu tuvo que hacer un gran esfuerzo visual para poderlo reconocer dentro de la cabina de la máquina. Ese reconocimiento y el posible lugar al que el agricultor se dirigía , según el tió Fortu,  lo llevó a él a recordar algo que le aconteció en su infancia.


Desde el parque el tió Fortu podía ver la casa de Felipe, el hijo de Felipe el del “tió” Santos, al que también se le conocía como Felipe el de Primitiva. Y vio en su recuerdo lo que fue la era y la caseta de Amador. Y entonces se vio a sí mismo como niño, subiendo la cuesta del Salinar.


Hacía ya unos años que, al recordar esto, el tió Fortu se cabreaba consigo mismo, porque ya no era capaz de saber si aquello había ocurrido cuando tenía ocho o cuando tenía diez años. Todo, porque a veces le parecía que eso había sido cuando la boda de su hermano mayor, lo que haría que él entonces tuviera ocho años; pero otras veces le parecía que aquel año había sido el mismo que aquel en que había muerto su abuelo Blas, lo que haría que él entonces tuviera unos diez años. Y maldecía aquella maldita niebla que se le ponía en su mente y le impedía ver los recuerdos con la claridad que él hubiera deseado. Así y todo, se dejó llevar por esos recuerdos.


El niño Fortu, montado sobre su burra de raza zamorana, a la que llamaban Granera, fue ascendiendo por la cuesta del Salinar. Dejó a la derecha la caseta de Amador. Algo más arriba, y también a la derecha, en ese su recuerdo como entre brumas, había una mujer que estaba sacando barro, un barro blanco con el que las mujeres encalaban o blanqueaban las paredes interiores de sus viviendas. Debían hacerlo con relativa frecuencia, dado que el encalado se soltaba con mucha facilidad de las paredes, a poco que uno se rozara con ellas. En aquella ocasión la mujer en cuestión estaba ya terminando de llenar un costal con aquel polvo blanco, que todo indicaba que no era otra cosa que caolín; es decir, arcilla blanca.


Al recordarlo, el tió Fortu llegó a la conclusión de que en aquella ocasión la mujer no estaba sacando barro blanco para blanquear las paredes de su casa, sino para sacar unas perrillas, vendiéndolo en algunos de los pueblos "del otro lado del río", como podrían ser Villalcampo, Cerezal o Carbajosa.


Y en ese momento en el rostro del tió Fortu asomó una pícara sonrisa, al recordar que en Valdeperdices, y en aquellos años de su infancia, algunas mozas también usaban algunas veces ese barro a modo de producto de cosmética, para aclarar el color de su cara.


Recordó también que en Valdeperdices, además de en ese lugar de El Salinar, se sacaba ese barro blanco de una zona próxima a Peñagallegos. Allí incluso había en una finca del señor Andrés un gran pozo sin agua del que se sacaba esa arcilla blanca. Tal vez por eso, a aquel lugar de Peñagallegos algunos lo denominaban como La Barrera. El tió Fortu recordó que también había otro lugar en el que los valdeperdiceños extraían barro blanco; ese lugar no era otro que Valdenisteba.


El niño Fortu, de ocho o diez años, continuó  subiendo por El Salinar. Y fue entonces cuando la bruma que empañaba la  memoria del tió Fortu fue como arrastrada o barrida por un fuerte viento. De ese modo el tió Fortu comenzó a ver todo clara y nítidamente. Era un jueves de primavera y como en el aquel entonces los jueves por la tarde los niños no tenían clase, su madre lo había mandado llevar la comida a su padre que estaba arando en la "Cuesta el Trillo”. Era algo que no le disgustaba porque lo único que había que hacer en esos casos era ir montado en la burra, llegar, comer y regresar, generalmente haciendo correr a la caballería, lo que para él era una bonita diversión.


La ida solía ser aburrida porque, al llevar la comida y el agua en las alforjas, había que ir con bastante cuidado. Pero aquel día, un maravilloso día de alta primavera, el camino, a pesar de ser un largo recorrido de unos 6 km, no se le iba a hacer cansado. Y eso porque todo a su alrededor desbordaba alegría, música, colores, olores… Era la luz cegadora de alta primavera. Era la alegría hecha música en los trinos de los pájaros. Era el canto de los roques (ruiseñores), tordos, tordas pedresas (zorzales), tordas carreteras (mirlos), abubillas, cucos, críalos, etc. Era especialmente el coreche-ché de las perdices, que no cesaban de cantar. Era la policromía, a veces armoniosa de todos los verdes en los cultivos, a veces rota por el maravilloso contraste de los rojos, los morados y los amarillos de las malas hierbas, principalmente amapolas, nabestros, gatuñas y  cantuesos. Eran los aromáticos olores de las hierbas recién segadas y de los arbustos en flor.


Siguió avanzando y... ¡qué espectáculo de color y olor al pasar por el Montico! La pradera allí, de un verde clarito, daba paso al verde oscuro de las jaras, nevado por el blanco de sus flores. El olor que exhalaban  estos arbustos era embriagador.


Admirando extasiado  tanta belleza,  iba haciendo el recorrido sin que se diera cuenta de por dónde estaba pasando. Dejó atrás la Parcela Palacios.


Ya llegando a Fuenteblanca, sus ojos lo llevaron a las casetas del nueve. Vio o creyó ver las ruinas de lo que habían sido.


El tió Fortu entonces, tal vez por aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, sintió nostalgia por el hecho de que algunas edificaciones que él conoció en su infancia y juventud habían ido convirtiéndose  en ruinas o habían desaparecido por completo. Y volvieron a su memoria varias de las casetas, así como las Casas Viejas y las Casas del Monte. Y no pudo menos de recordar algo que en éstas últimas ocurrió y dio mucho de qué hablar. Se trataba de lo considerado por las gentes de entonces como una muy mala acción del cacique de la zona y que había consistido en embarazar a una joven de Valdeperdices que entonces trabajaba para él.


Siguió avanzando el niño Fortu y, ya al llegar al Camino el Lomo, el espectáculo cambió por completo. Entonces los colores pasaban de los verdes a los marrones; una armonía de marrones en las tierras aradas, rota a veces por los verdes de los ribazos  y de los brotes tiernos de las cepas en los bacillares.


El niño Fortu siguió por el Camino Zamora. En un momento dado fijó su mirada en una pequeña edificación un tanto ruinosa. Después, aquella misma noche, alguien le diría que aquello era lo que quedaba de lo que había sido la "caseta del tió Jacinto el Parrao”. Al parecer, en su día alguien la había construido para "guardar la viña".


El niño Fortu seguía avanzando. Llegó a Valperero. Allí dejó que la burra Granera bebiera en la charca, ya casi seca.


El tió Fortu recordó entonces que "esa dichosa laguna además de coger poca agua, enseguida la deja escapar".


El niño Fortu siguió su camino. Al llegar a la Cuesta el Trillo, y concretamente a la tierra en la que debería haber estado su padre, arando, resultó que allí no pudo ver a nadie, por la sencilla razón de que allí nadie había. La tierra estaba ya arada y su padre se habría ido a otro lugar. Eso en principio no era nada extraordinario ni raro. No era la primera vez que eso le había ocurrido, porque entraba dentro de lo posible que su padre terminara de arar una finca antes de lo previsto. Lo que no era normal era que su padre la noche anterior o aquella misma mañana no les hubiera avisado, a su madre o a él mismo, de esa posibilidad, y que no les hubiera dicho a qué tierra iría a arar, una vez que hubiera terminado la de la Cuesta el Trillo. Y entonces al niño Fortu le empezó a oprimir el peso del no saber qué poder hacer. Aunque en alguna ocasión anterior ya le había acontecido algo parecido, eso había sido en lugares próximos al pueblo, donde "andaba" más gente a la que poder preguntar y que le podía "dar razón" del paradero de su padre o de su hermano mayor. Pero allí, en la Cuesta el Trillo, a 6 km del pueblo, aquel día por allí no se veía nadie; ni un solo gañán ni un solo pastor. En lo de los gañanes podía ser que estuviera equivocado, pues cabía la posibilidad de que sí hubiera por allí alguno al que el arbolado de aquella zona impidiera ver. En lo relacionado con los pastores tenía la absoluta seguridad de que por allí ese día "no andaba" ninguno, porque de lo contrario habría oído el ruido de las cencerras de las ovejas.


En aquella situación al niño Fortu no se le ocurría qué podría hacer. Ponerse a buscar a su padre, yendo de un lado para otro sin pista alguna, eso era como buscar una aguja en un pajar. Debía descartarlo. Regresar a casa, suponía dejar a su padre sin comida. Finalmente, tal vez porque el peso de la responsabilidad lo tenía atenazado y no le permitía hacer otra cosa, se decidió por quedarse allí quieto, parado, esperando no sabía qué. Y eso sí, llorando, llorando desconsoladamente. Y así estuvo esperando un tiempo que, tal vez no fuera demasiado, pero que a él se le hizo eterno.


Cuando ya el niño Fortu ni siquiera lloraban, porque posiblemente ya no le quedaran lágrimas, vio que su padre se le acercaba. Aunque tarde, su padre se había dado cuenta de su error y volvió, procedente de Piedralagar, para tranquilizarlo, consolarlo, animarlo y pedirle disculpas.


De lo que ocurrió después aquella tarde, ni el niño Fortu ni el tió Fortu recuerdan nada.


El tió Fortu, ahora, a sus casi 90 años, mientras se encuentra sentado en un banco del parque, él solo, con sus pensamientos y con su soledad, mientras toma el tibio sol de una tarde de otoño, piensa que qué tiempos aquellos en los que los padres, por mucho que los quisieran, que los querían, se veían obligados a enfrentar a sus hijos con situaciones como la que había recordado aquella parte.


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