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  • Foto del escritorValdeperdices

LA HERENCIA

La pusieron Manuela aunque, al parecer, cuando en Valdeperdices y alrededores se hablaba de ella, y debía de hablarse mucho, todos usaban el apodo, la Pepinilla. Nació en 1839 y vivió sesenta y dos años. Todavía hoy en la memoria colectiva del pueblo se conserva el recuerdo, transmitido de padres a hijos, del fortísimo carácter de aquella mujer rica, avara, asmática, dura y resistente como las rocas. Su recuerdo ha perdurado hasta el presente a pesar de que ya hace unos cuantos años que fallecieron los últimos ancianos que la conocieron en vida. Cuando nació la Pepinilla (Manuela Sastre Martín) habían pasado solamente tres años desde la desamortización, los valdeperdiceños habían dejado de pagar los diezmos a "los Benitos" de Zamora y el término lo había comprado el Señor de Villachica. Pero lo que podía haber representado para aquellos campesinos una liberación, al quitarles por fin el yugo con el que llevaban siglos uncidos como bueyes arando las tierras del señorío eclesiástico, supuso bien poco porque siguieron viviendo en unas casas y una tierra que no les pertenecían. Cambiaron los dueños y el nombre de los pagos: antes daban diezmos y primicias a la Iglesia y a partir de 1836 rentas al Señor de Villachica. Eso fue todo.

En este pueblo zamorano, incluso a pesar de su cercanía a la ciudad, la Historia casi siempre pasó de largo. Y es que en las ciénagas de miseria apenas se vive pues hay que dedicar las veinticuatro horas del día a sobrevivir. En algunas, el tiempo avanza con una tremenda dificultad; incluso parece detenerse, estancarse y oler a podrido. Valdeperdices hasta mediados del siglo XX no pudo salir del lodazal de la pobreza.

Durante la época que le tocó vivir a la Pepinilla, las mujeres parían cinco, siete, y hasta diez o más hijos. Eso si vivían lo suficiente. La mayor parte de esos niños fallecerían antes de los dos años, de manera que aquellas madres se pasaban buena parte de su vida fértil abonando con los cuerpecillos tiernos de sus bebés la tierra del cementerio, pariendo estiércol. Llevaban una vida durísima, pues trabajaban como mulas de sol a sol en la casa y en el campo mientras se tiraban nueve meses con el vientre abultado y un año con el niño a las costillas, otros nueve meses de embarazo y otro año con el segundo crío a la espalda, de nuevo con la barriga nueve meses y el año de cargar al tercero con el mantón ...y tanto desvelo para que luego el niño no superase el brote de la dentición o se lo llevaran una gastroenteritis, un sarampión o una gripe. Así una y otra vez hasta la menopausia, si no morían antes en un mal parto o de fiebre puerperal en el sobreparto. La mortalidad infantil no se reduciría hasta la segunda mitad del siglo XX. A finales del XIX y el primer cuarto del XX dos matrimonios tuvieron catorce y quince hijos respectivamente, de los catorce prosperaron seis y de los quince nada más llegaron a adultos tres. Y los hombres tampoco salían bien parados; de hecho, el porcentaje de viudas y viudos en algunas épocas fue parecido.


Las familias más pobres vivían permanentemente asomadas a un precipicio al que en cualquier momento podían caer los hijos, o incluso los progenitores. La mortalidad infantil era altísima, por falta de higiene, atención y cuidados médicos. Pero si a esos factores se unía el hambre, las posibilidades de que los niños pasaran de los dos años se reducían de un modo drástico. A causa de la desnutrición cualquier enfermedad, por leve que fuera, podía acabar con ellos. Así que heredar lo más posible, dentro de la escasez reinante, o encontrar un buen partido a la hora de contraer matrimonio era algo vital. Se trataba de una mera cuestión de supervivencia. Por eso defendían con uñas y dientes las herencias y enriquecerse en un lugar tan pobre y atrasado entonces, parecía algo imposible. Que esta mujer lo consiguiera pone de manifiesto que tuvo que ser inteligente y mostrar una prodigiosa capacidad de adaptación al medio.

En 1849, cuando la Pepinilla cumple diez años, en Valdeperdices hay dieciséis casas, de las cuales se hallan ocupadas catorce, con un total de sesenta habitantes, seguramente la mayoría, si no todos, analfabetos o casi. No llegará maestro nacional al pueblo hasta cincuenta y tantos años más tarde. Y hasta entonces solo algunos muchachos que hicieran de monaguillos y criados para el cura tendrían alguna posibilidad de aprender a leer y escribir y las cuatro reglas. Esa posibilidad seguramente no estuvo al alcance de ninguna muchacha hasta que no hubo escuela en el pueblo. De manera que la Pepinilla debió de ser analfabeta. Aunque por lo que se dice "sí debía de conocer los números y con toda seguridad sabía contar".

Los Valdeperdiceños de esa época no salieron del anonimato, no sobresalieron en nada, no hicieron nada importante por lo que merecieran ser recordados, no inventaron ni descubrieron nada que cambiara el curso de la Historia, no realizaron ninguna hazaña gloriosa, no innovaron nada, quizás ni siquiera en las tareas agrícolas. Solo, y no fue poco, ganaron la batalla a la muerte en un medio hostil, resistieron ante la miseria, el hambre y las enfermedades. Y de entre todos los resistentes destacó la Pepinilla. Desde el fondo de ese pozo de penuria, escasez, abandono e ignorancia una mujer logró dar un salto casi imposible y enriquecerse. Y aunque lo hizo como lo hizo, hay que reconocerle el mérito. Tuvo que ser muy avispada para jugar a la perfección sus bazas con las mediocres cartas que le habían tocado en el reparto. Aunque, al parecer, ya sus padres, y antes sus abuelos, tanto paternos como matemos, le habían preparado el camino. Los abuelos paternos (Sastre-Pérez) y los matemos (Martín-Castaño), las dos familias más pudientes del pueblo, decidieron emparentarse por vía doble casando dos hijos de la primera con dos hijas de la segunda para mantener unidas las propiedades en la medida de lo posible. La Pepinilla tuvo, además, la suerte de que la hijuela de sus padres solo hubo de compartirla con una hermana, Jacoba. Habían sido cinco hermanos, pero los otros tres fallecieron de pequeños. El siguiente paso era casarse con "un mozo de posibles" y en 1860, a los veintiún años, la Pepinilla contrajo matrimonio con Jacinto Rodrigo, un valdeperdiceño cuyo padre procedía de una familia medianamente pudiente de Almendra. De este matrimonio nacieron tres hijos aunque solo el primogénito, Felipe (1861) llegaría a adulto. El segundo se ahogó a los veintisiete meses en la fuente municipal y el tercero murió de una gastroenteritis a los seis años.

Cuentan que la Pepinilla tenía cuatro parejas de bueyes para labrar la gran extensión de tierra que traía y, además, trabajaban de forma permanente para ella cuatro hombres como criados y jornaleros, aunque luego para tareas concretas de la sementera contratara algunos más. Eso era algo completamente excepcional en un pueblo donde cada familia aspiraba, todo lo más, a una parejita de vacas o de mulas para trabajar un poco de tierra de la que sacarían, con un gran esfuerzo, numerosas fatiguicas y muchísimo sudor, lo básico para sobrevivir. Y en aquella economía de subsistencia la riqueza de aquella rácana parece que resultaba hasta obscena.

Aquella mujer no debió de tener mucha inteligencia emocional, no debió de ser un dechado de virtudes y por lo que cuentan debió de ganarse a pulso el odio de la gente, por egoísta, interesada, agarrada, usurera, despiadada y despótica. Los jornaleros que trabajaban para ella y todos los vecinos que le pedían en préstamo trigo, garbanzos o cualquier otra cosa empezaron a hablar de su avarícia, su tacañería, su antipatía y su mal genio.


"Al comer se pone una mano pegada a la mamola pa no desperdiciar un formigo", decía el primero. "Y cuando acaba la comida se coloca una aguja con la punta pan-iba, debajo la mamola, pa que se le clave si se queda traspuesta cuando le tienta el sueño y no darnos un segundo de descanso", añadía el segundo. "Es una desuellapobres. Presta a los necesitaos una ochava garbanzos o trigo pal pan de los hijos y si el año viene malo y no pueden devolverle el préstamo y los intereses a tiempo la hijaputa se queda con las tierras. Y lo hace sin tiembla, sin un ciñasco compasión. Os digo que esta víbora no tiene alma", seguía el tercero. "A piscos a piscos, está haciendo un capitalazo; pero no la envidio un pimiento porque es esclava el dinero, una agarrada, no vive más que pa trabajar y se pasa el día renegada con todo Dios", opinaba el cuarto. "Cobra pol trigo igual que don Santiago el cura, por cada carga nueve ochavas, y la cabrona, en pago, te las da con rasero y te las cobra con cogüelmo", explicaba otro.

Pero en las ciénagas de miseria, donde la vida pende de un hilo muy leve en todo momento, la moral es hasta cierto punto un lujo innecesario que uno no puede permitirse. Y lo mismo que la Pepinilla pecaría de egoísta pecarían sus convecinos de envidiosos. Acumuló un gran capital, sí; pero todo su dinero no alcanzó para que su familia viviera en mejores condiciones que el resto de las familias de la época. De hecho por culpa de la racanería lo más seguro es que viviera peor. Además, se le murieron hijos como a otras mujeres menos afortunadas y a los ocho años de casada, en 1868, enviudó, también como otras personas del pueblo. Su marido falleció a los treinta y tres años, de "una fiebre perniciosa". Y también como otros viudos, la Pepinilla volvió a casarse enseguida. Según cuentan, para esta segunda ocasión "escogió otro mozo con posibles, pa juntar más tierra entodavía, esta vez en el término Palacios".

Con el segundo marido, Francisco Martín Román, la Pepinilla tuvo cuatro hijos, de los cuales solo dos, Jacinto (1870) y Pepa (1879), llegarían a adultos. Así pues, la herencia de aquel enorme patrimonio iba a fragmentarse poco puesto que sólo habría de repartirse entre tres: el único hijo del primer matrimonio y los dos del segundo.

El primogénito, Felipe, en marzo de 1886 tiene una hija de soltero con una moza llamada Felipa Hernández. Dos meses más tarde, en mayo, Felipe y Felipa se casaron. Y en junio, a un mes escaso de la boda, falleció él, mientras cargaba un carro de algarrobas, reventado por "una hernia estrangular", según consta en la partida de defunción. Así que Felipa quedó viuda y con una niña de tres meses. Aquella niña llevaba el nombre de su abuela paterna: Manuela. Resulta extraño que Manuela Rodriga Hernández naciera fuera del matrimonio porque aquella enorme y monstruosa inmoralidad se daba en muy pocas ocasiones entonces en Valdeperdices. Los motivos por los cuales sucedió así ya se han olvidado y solamente queda aventurar hipótesis. Lo más probable es que la Pepinilla rechazase a Felipa como esposa para su hijo por tener menos capital. Aunque no se trataba en absoluto de una muerta de hambre. Se conserva, por ejemplo, el documento de la hijuela que le dejó su padre en 1894 y Felipa recibió 824'75 pesetas, que no estaba nada mal teniendo en cuenta que una cabra aparece tasada en diez pesetas, una oveja en siete y una gallina en dos. Además, esa hijuela no representaba más que una tercera parte de las posesiones familiares puesto que en el momento del reparto quedan vivos tres hermanos.

Se negase o no la Pepinilla a aceptar a Felipa por nuera, lo cierto es que a su nieta Manuela le dio siempre amparo. Aquella niñica huérfana de padre ablandó el corazón endurecido de la Pepinilla y durante los quince últimos años de su vida demostró que a pesar de la fama de cruel e insensible también era capaz de sentir compasión.

Felipa permaneció sola después de enviudar trece meses. En julio de 1887 contrajo matrimonio de nuevo. Su segundo marido, Antonio Martín, el Tonto, antes de casarse no había dado señales de trastorno mental, pero después de la boda empezó a darlas. Según cuentan, "los meses de verano se le alteraba la sangre más que el resto el año y era inaguantable. Se pasaba horas y horas vaciando, amenazando ... Encima, robaba haces de cebada o trigo, metía las vacas en los sembraos, los huertos y las cortinas de tol mundo ... Tenía atemorizada a la gente con los gritos y las toradas. El pueblo pidió a las autoridades que tomaran cartas en el asunto, que lo metieran en un manicomio o lo encerraran en la cárcel por ladrón; pero las autoridades no hizon caso ninguno y aquel loco seguía en Valdeperdices, unas temporadas algo más tranquilo y otras con la cabeza perdidica del todo". Felipa y Antonio Martín el Tonto tuvieron cinco hijos, de los cuales solamente dos, Herminia (1892) y Secundino (1895) llegarían a adultos, se casarían y dejarían descendencia. Esos dos hijos convivieron poco tiempo con su padre. La que sufrió más las consecuencias de su locura fue Manuela. Según se cuenta, "era ella la que llevaba las vacas por la noche o de madrugada a comer las cortinas o los sembraos. Iba muertica miedo por si aparecía el dueño y la pillaba, pero le daba pánico lo que pudiera hacerle el loco del padrastro si no obedecía, conque cumplía las órdenes sin rechistar. Y siempre que podía iba a ver a su abuela la Pepinilla, pa que la acariñara, pa que le diera un cachico pan y pa que la cobijara de lo que le hacía el padrastro. Su abuela y su tía Pepa la vigilaban y la protegían lo que podían, aunque no pudieron evitar que el Tonto intentara abusar sexualmente de ella. Al parecer, el que consiguió asustarlo pa que no se le ocurriera volver a intentarlo fue Magín Román, un mozo siete años más joven que él que le arreó una buena somanta palos. Y parece que la paliza dio fruto porque, después, cuando el Tonto mandaba a la niña con las vacas a comer las cortinas de noche le recalcaba bien que entrara en todas menos en la de Magín. No se sabe por qué fue Magín quien le pegó pa que dejara en paz a la niñica; pero seguro que detrás de aquella paliza estaba la mano la Pepinilla".

En 1890, veinte años después de contraer matrimonio por segunda vez, la Pepinilla enviudó de nuevo. Francisco Martín murió a los cuarenta y cinco de "fiebre catarral crónica con tuberculosis pulmonar". Su hijo Jacinto tenía veinte años, su hija Pepa, once. Y la Pepinilla, con cincuenta y uno, ya no volvería a casarse.

Con frecuencia a un hijo del segundo matrimonio se le bautizaba con el nombre del primer marido. Eso fue lo que hizo la Pepinilla, pero le dio igual porque a su hijo Jacinto nada más lo llamó así la familia. Todo el pueblo lo conocía por el mote, el Parrao, "porque andaba con las piernas escarranchadas".


Jacinto el Parrao se casó en 1893 con Clara Martín Antón y tuvieron siete hijos, tres hembras y cuatro varones. En muy poco tiempo perdieron a los cuatro chicos, dos de ellos por la gripe de 1918. Llegaron a viejas las tres hijas: Dolores (1894), Ángela (1898) y Pascuala (1903). Las tres se casaron y tuvieron descendencia. A un nieto de Pascuala, mucho tiempo después, lo llamarían Parrao los compañeros en la escuela y bien que le dolía aquel mal nombre cruel basado en un defecto físico, que él no tenía en absoluto, de uno de sus ocho bisabuelos. En cualquier parte los niños pueden ser crueles, pero en los lugares pequeños las posibilidades de hacer daño utilizando el pasado familiar se multiplican.

Y, si la parte de la herencia de El Parrao habría de dividirse por tres, la correspondiente a Pepa, la hija menor de la Pepinilla, todavía se fragmentaría más pues tendría con su marido, José Prieto, “Joseote”, diez hijos. De ellos nueve llegarían a viejos: Victorina (1897), Pablo-Francisco (1899), Felipe (1901), Genoveva (1905) Leónides (1907), Adela (1909), Ana (1912), Flavio (1914) y Gervasio (1921).

Parecía que Manuela, la niña que había dejado huérfana Felipe, podría ser la gran afortunada en el reparto de la herencia de la Pepinilla. Ella recibiría íntegra la palie que le correspondía a su padre. Pero una serie de circunstancias jugó en su contra.

En agosto de 1897 todo Valdeperdices andaba patas arriba con las ventoleras del Tonto. Cuentan que se subía a Teso la Horca con una piedra de afilar y se pasaba el día y la noche aguzando una hoz y diciendo a gritos: "Pa Pititis, pa Pititis. ¿Lo sentís?, ¿lo sentís? ¡Que lo tengo que matar!, ¡que lo tengo que matar!". Llamaba Pititis a Joseote, el yerno de la Pepinilla. Se había obsesionado con él y tenía claro que debía asesinarlo con la hoz, para lo que había de llevarla bien afilada. La razón por la cual eligió a Joseote no está muy clara; pero parece que no estaba relacionada con la herencia de la Pepinilla, que entonces aún no se había repartido pues ella aún vivía. A Joseote lo llamaban así, con el aumentativo, porque "era un hombrón descomarcao, altísimo y mu fuerte y el Tonto lo amenazaba de contino pa demostrar que era más hombre que él".

Aquel agosto unos cuantos vecinos decidieron que había que hacer algo. Si le pegaban una paliza a lo mejor cogía un poco de miedo y luego dejaba al pueblo en paz. Salieron a por él y en las suertes de El Llamero el Tonto los retó: "El que tenga cojones que salte la güera". Uno de ellos saltó, el Tonto le clavó la hoz en el pecho, le alcanzó el pulmón izquierdo y al poco murió. Se llamaba Esteban Vacas. Dejó dos niñas pequeñas. y el miedo de su mujer, Filomena Román, era que también le matara las hijas. "Lo perseguían poi campo y ya se juntó to la gente y fueron todos a una pa matarlo a pedradas como al Cholerón de Villacampo". Horas más tarde en los solares cercanos al Chapazal lograron reducirlo, lo ataron a un negrillo y lo entregaron a la justicia. Estaría un tiempo en la cárcel de Zamora y luego lo trasladarían al penal de El Dueso en San toña. Regresaría a Valdeperdices, pasaría unos años, ya calmado, y después lo ingresarían en el psiquiátrico de Valladolid, donde fallecería en 1918.


Parece que durante el tiempo que pasó entre rejas todo el pueblo respiró aliviado al librarse del temor a sus venadas. Y en especial debieron de descansar Felipa, su mujer, y su hijastra, Manuela. Sobre todo ésta, a la que le había amargado toda la infancia con sus órdenes sin sentido.

En un principio Felipa pagó abogados para la defensa de su marido, lo visitó en la cárcel, le llevó ropa limpia y comida, le ayudó cuanto pudo ... Pero se conoce que la soledad llegó a pesarle demasiado y "se amontonó con un criao suyo llamado Marcelino, al que apodaban el Cirola". Tuvieron tres hijos que en las partidas de bautismo constan como "de padre desconocido". De ellos nada más sobrevivió a la infancia Vicenta (1902).

Cuando el Tonto salió de la cárcel y regresó al pueblo, El Cirola huyó a su pueblo de origen, Villalcampo. Sabiendo cómo se las gastaba con la hoz aquel trastornado, el criado y querido de Felipa cobró miedo, temió por su vida y se fue dejando a su amante y a su hija Vicenta en Valdeperdices.

La Pepinilla falleció de un ataque de asma en 1901. En esa fecha "el Tonto estaba en Santoña y Felipa ya se bía rejuntao con el Cirola". A la hora de repartir la herencia, el Parrao y Joseote hicieron una piña para engañar a su sobrina Manuela, que nada más contaba quince años y se vio sola a la hora de defender sus intereses. Heredó lo que sus tíos quisieron darle, en realidad cuatro migajas Tiempo más tarde se pelearían en público, en una solana, los dos cuñados y se acusarían mutuamente de ladrones por "berle robao a la sobrina lo que le correspondía". "Ladrón, que te quedaste s con la máquina de hacer las chichas que le bía tocao a ella", decía uno. "Más ladrón fuistes tú que te quedastes con la tierra el 6, que era suya", decía el otro. "Pos tú te quedastes con tal", añadía el primero. "Y tú con tal", sumaba el segundo ...

Manuela siempre dijo que "su abuela bía comprao pa ella la tierra el 6 y bía dicho a los hijos que ellos se quedaran con lo bueyes, pero que aquella finca tenía que ser pa la niña". Aquella tierra Manuela no la heredó. Como tampoco volvió a saber nada del dinero en metálico que tenía la Pepinilla. Un día alguien había visto a su abuela y a su tía Pepa contando billetes que iban guardando en una manga de una camisa y la manga estaba completamente llena. "De tal manga nunea más se supo, corrió burro".

Y en pago de heredar poco, buena parte de la herencia de la Pepinilla que tenía que haber pasado a su nieta Manuela la gastó Felipa para criar a los cuatro hijos de los tres hombres distintos y para salir adelante con aquel marido loco, con el amante ... La Pepinilla debía de estar revolviéndose en su tumba. Dice el refrán que si no quieres caldo toma tres tazas. Porque si en un primer momento la Pepinilla rechazó a Felipa por tener menos capital que su hijo Felipe, la nuera después le daría quebradero s de cabeza muchísimo mayores. El padrastro que dio a su nieta no pudo ser peor, cuando el marido estaba preso convivía con otro hombre ...

Manuela se casó en 1904 con Patrocinio Román y de los diez hijos que nacieron de ese matrimonio superaron siete la niñez: Feliciana (1906), Irene(l908), Amanda (1910), Ricardo (1913), Clementina (1915), Eloísa (1919) y Felipe (1927). Así que hubo que repartir lo poquito entre muchos.

Tiempo después estaban un día discutiendo una hija de Manuela con la suegra, estaban llamándose cosas poco caritativas una a la otra y la suegra zanjó la pelea diciendo: "Pepinillorra tenías que ser". La discusión la presenció otra hija de Manuela y al ver lo que le había escocido el insulto a su hermana pensó: "Del capital la Pepinilla no hemos visto una peseta ni vamos a verla jamás. Lo único que nos ha quedao de la bisabuela es que nos puedan llamar las suegras este mote como el mayor insulto del mundo. Aquí lo único que se hereda de fijo son los motes.¡ Me fastidio yo en la puñetera herencia las narices !"


Luisa Román Rodrigo


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