Mi padre me dio un sobrecito a mi nombre y de inmediato reconocí aquella letra hermosa y de trazos regulares. Era la de doña María. Sentí una profunda emoción al abrirlo porque la maestra se había ido del pueblo por enfermedad y desde el principio me había temido lo peor.
En una tarjeta de visita, si no recuerdo mal, me saludaba, me deseaba un buen futuro y me aconsejaba que obedeciera a mis padres y fuera una buena chica. El texto en sí no era nada del otro jueves. Tampoco me sentía especial para ella puesto que mi hermana y todas las demás alumnas también habían recibido sus sobrecitos. Y, sin embargo, aquello me conmocionó. Mi nombre en un lado, el de doña María en el otro, y aquel regalo había llegado de lo que yo consideraba muy muy lejos, casi desde el fin del mundo, y eso que allí no me conocían ni nada.
Lo llevaba conmigo a todas partes: unas veces lo guardaba entre las páginas de la enciclopedia, otras lo metía directamente en el cabás, otras lo colocaba en la caja de la colación junto a todos mis tesoros. Y cada nada sacaba la tarjetita, la leía por enésima vez, volvía a introducirla y me quedaba extasiada contemplando la dirección.
Me preguntaba a mí misma cómo habrían podido traérmelo si donde ella vivía no sabían quién era yo. Y empecé a imaginar que se había formado una larguísima cadena de personas desconocidas. Doña María le había preguntado a uno: “¿Tú conoces a Luisica?” Y como él no me conocía le contestó: “Yo no, pero a lo mejor fulanito sí la conoce, voy a preguntárselo”. Y ese se lo preguntó a otro que tampoco me conocía. Y ese otro se lo preguntó a otro. Y así hasta que uno se lo preguntó a mi padre. ¿Cuántos serían?, ¿cien?, ¿doscientos?, ¿quinientos?, ¿mil?
Empecé a amar, entonces, el prodigio de la comunicación a distancia y el cartero siguió siendo para mí el último eslabón de aquella larga, mágica y maravillosa cadena de desconocidos que preguntaban por los nombres escritos en los sobres.
¿Alguien recuerda haber recibido aquella cartita?, ¿alguien la conserva?
Luisa Román Rodrigo
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