Aquella valdeperdiceña vivió ochenta y seis años y nueve meses, de los cuales pasó algo menos de dos décadas como soltera, un poco más de tres como casada y tres y media como viuda.
A los diecisiete quedó embarazada de soltera y en diciembre de 1865, ya con dieciocho, dio a luz a una niña a la que su novio, un mozo que le sacaba doce años, reconoció como suya y le dio el apellido. Siete meses más tarde la madre y el padre contrajeron matrimonio y la criatura fue legitimada. Después, hasta 1882, tendrían otros seis hijos más.
En 1898 falleció el marido de una fiebre tifoidea y aunque aquel hombre dejara, por fin, de escupirle a la cara el asqueroso insulto que le había estado repitiendo hasta la saciedad durante los treinta y dos años de matrimonio, a ella aún seguiría martilleándole en la cabeza durante los treinta y cinco de viudedad que le restarían hasta su muerte. “Puta, puta, más que puta -le decía-, que lo mismo que te dejastes de mí te bieras dejao de otros”.
Y a todas sus descendientes, cuando aún estaban solteras, aquella anciana –que pasó sesenta y siete años de los ochenta y seis de su vida aguantando la humillación de que aquel hombre que había sido su marido y padre de sus hijos, la insultara así— les aconsejaba una y otra vez: “No os dejéis, hijas, no os dejéis, que luego los maridos, los desagradecidos, os atracarán de putas tola vida”.
Luisa Román Rodrigo
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