El maestro llevaba unos días mosqueado. Parecía que todos los niños tuviesen incontinencia urinaria. Cada cierto tiempo, un niño levantaba la mano: “¿Da su permiso?”. El maestro daba su consentimiento y el niño salía. Al poco tiempo, otra mano: “¿Da su permiso?” y el niño salía. Y así un día, otro día… hasta que el maestro, harto de tanta incontinencia, tiró por la calle de en medio y cortó las salidas de raíz.
Los niños se retorcían, cruzaban las piernas… Aguantaban …; pero el frío de la mañana y la leche del desayuno, conspiraban contra ellos. Y un día, hartos de pagar justos por pecadores, todos: unos convencidos, otros quizás coaccionados y algunos por imitación, liberaron sus vejigas de la carga que las oprimía contribuyendo cada cual en la medida de sus posibilidades Y aquella escuela fría se fue inundando de líquido amarillento y templado. Y un vapor zigzagueante ascendió por los pupitres de madera.
Al principio, el maestro, concentrado en la pizarra mientras escribía con su magnífica caligrafía la Consigna diaria no se percató de nada. Cuando terminó la tarea se giró y vio aquel espectáculo humeante, montó en una cólera inusitada; pero esta vez no tenía en quién descargarla personalmente. No podía pelar un par de patillas como escarmiento porque la infracción había sido cometida por la práctica totalidad de los niños y tuvo que conformarse con aplicar castigos colectivos.
Todo terminó con muchas broncas, alguna que otra vardiasca marcada en las nalgas y todas las madres armadas de fregonas y cubos para restaurar la escuela a su estado higiénico habitual.
Esta fue la primera vez que asistí a una reivindicación colectiva. Fue a finales de los años sesenta.
José Mª Gregorio
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