top of page

RECUERDOS DEL TÍO FORTU (PARTE 7)

Actualizado: 10 ago 2020

Era un domingo de primeros de marzo. Antes había habido bastantes días en los que el tiempo había estado "emberronado", con sacudidas de lluvia, frío y viento.


Era lo que “los del tiempo” en televisión habían denominado como una ciclogénesis explosiva. Menos mal, decía el tío Fortu, que ya había “escampao”. Quiso aprovechar la buena mañana de este domingo de marzo para "darse una vuelta hasta el río". Le habían dicho que "estaba bastante alto". No como antiguamente que, cuando se ponía a su máximo nivel, llegaba hasta las casas del pueblo. En esta ocasión quiso comprobarlo por sí mismo. Cruzó casi toda la localidad y no vio a nadie por las calles. Sólo se oía el silencio. Un silencio que, por ser tan intenso, casi se hacía molesto.


Al llegar a la plazuela de "delante de la casa que fue de Vicente el de Clara”, miró a la derecha y vio el triste espectáculo que presenta ahora aquello que antes fueron los huertos. Lo que en tiempos fue una bella arboleda de negrillos, ahora no es otra cosa que un amasijo entremezclado de arbustos enmarañados, de los que destacan garzas y tacales  (saúcos)  y de los que sobresalen, cual brazos esqueléticos, como pidiendo ayuda al cielo, las ramas secas y putrefactas de los últimos negrillos que se atrevieron a enfrentarse a la inmisericorde grafiosis.


Ya llegando a la calle Gadaña, cuyo rótulo vio en la pared de las tenadas de "Manolo el de Upe", escuchó el canto no demasiado armonioso de aves. El tío Fortu conocía bien ese canto. Le recordaba en algo al de las abubillas y también al de los cucos. Pero tenía otros matices. Él sabía que ese canto que procedía de los huertos lo emitían unas palomas, ¿o son tórtolas?, que en los últimos años se han extendido como la pólvora y a las que todo el mundo denominada como las turcas. Pensando en esto estaba, mientras continuaba su paseo. Fue entonces sorprendido por los estridentes ladridos de los que, según él, eran los “perruchos de Roquito”.


Los pequeños perros de caza ladraban amenazantes desde los cobertizos en los que los tiene encerrados su dueño, a la vez molestos por la presencia detectada de humanos, y también seguros de sí mismo por la protección que para ellos suponen los cobertizos. El tío Fortu no pudo menos que sonreír al pensar que esos perruchos, en esos momentos tan desafiantes y seguros de sí mismo por la protección que tenían, seguramente, de estar fuera, en la calle, saldrían huyendo como alma que lleva el diablo a la menor amenaza que se les hiciera.


Nada más haber dejado atrás lo que en su día fue la vivienda de Benito y de Atilana, los canes se callaron. Volvió de nuevo el silencio. Algunos minutos después casi se alegró de oír un leve murmullo del que al principio desconocía su procedencia. Después lo identificó como el ruido que hacía el agua del arroyo al caer, en forma de pequeña cascada, en la represa artificial hecha años atrás frente a la cortina de Segismundo. Poco después el tío Fortu llegó a lo que había sido la cortina de Victoriano. Y entonces los recuerdos llegaron a su mente de forma atropellada, en grupo, y empujándose unos a otros. El tío Fortu trató de calmarlos y de ponerlos en orden. Recordó en primer lugar que tiempo atrás el agua del embalse casi llenaba la cortina. Algunas veces, por portillos hechos en la pared de piedra de pizarra, se metían los peces. Él recordaba especialmente  las carpas. Y recordó que en más de una ocasión, cuando bajaba bruscamente el nivel de las aguas, algunas carpas quedaban allí atrapadas, lo que suponía una gran alegría para aquellos que, no sin esfuerzo, se disponían a atraparlas. No tuvo el tió Fortu nada más que levantar la vista y mirar hacia el otro lado del arroyo para reconocer que eso mismo ocurría a veces del otro lado, en las cortinas de Aureliano y de Benjamín el Rodero. Y una vez más el tío Fortu volvió a recordar con esto de “El Rodero” que qué ganas tenían los de nuestros pueblos vecinos con eso de poner motes. Y al recuerdo del tío Fortu llegaron los motes con los que también habían llegado muchos de los que, procedentes de Almendra, Palacios o Andavías, se habían casado en Valdeperdices: Benjamín el Rodero, Ángel el Torda, Juan el Reculo, Pepe el Miguelatos, Alejandro el Putica, Francisco el Chato….


El tío Fortu recordó también a todas las mujeres ( niñas y ancianas) que a ese lugar iban a lavar. Y las recordó especialmente en invierno, con el agua fría y las manos rojas. Algunas veces ellas debían romper el hielo antes de poder comenzar a lavar. Y a la mente del tió Fortu llegaron las banquillas, los lavaderos, los panales de jabón…


Recordó que una vez, siendo adolescente, corriendo por encima de la pared, había perdido el equilibrio y había caído al agua. Ésta, como era invierno, estaba muy fría. Riesgo no hubo ninguno porque la profundidad era escasa y el agua sólo le llegó hasta la rodilla. Eso sí, tuvo que soportar la risa y la burla de sus amigos. Todo terminó con una rápida carrera hasta su casa para cambiarse lo que se había mojado, que había sido casi todo.


Quiso acercarse a Tralpiñedo. Antes de llegar, las junqueras le hicieron recordar que aquel trozo de prado, al igual que la explanada próxima a Tralpiñedo, habían sido escenario de las capturas, ya entonces ilegales, de las carpas que "andaban al celo", a las que mataban algunos valdeperdiceños a golpe de guinchas o purrideras. Eran principalmente carpas casi negras, o casi blancas, parduscas, jardas, o coloradas. Recordó también que a veces los  que capturaban carpas de esa guisa eran a su vez capturados por los guardias o guardiñas, que los sancionaban con importantes multas. Y recordó también que, para evitar esto, muchas veces los valdeperdiceños pescadores habían de salir huyendo, "pies para qué os quiero", por Tralpiñedo, el Cajastro o las Estudas.


Echó una ojeada al regato, antes completamente limpio, y ahora ocupado por agavanceras, zarzales, algún tacal (saúco) y, en el centro, todo lleno de bayones. El estado de éstos, medio deshechos en sus extremos, le recordó animales pelechando.

Iba con la intención de cruzar al otro lado del arroyo. No se atrevió a hacerlo. Consideró que podía caerse en aquellas piedras, según él, poco bien colocadas. Al volver sobre sus pasos, fue sorprendido por un ruido, como un fuerte chapoteo. Lo había hecho un "gran pajarraco", como si se tratara de una polla de agua gigante. El tió Fortu no sabía que era un cormorán. Esos "pájarotes", pensó, "antes no andaban por aquí".


Ya antes de lo del ruido del cormorán, el silencio estaba roto por el ruido que en aquel lugar hacía el agua al caer desde las tuberías de los desagües del pueblo.


Decidió continuar hacia El Cajastro. Fue entonces cuando se levantó algo de viento. El suficiente como para que el sonido de esa brisa al chocar sobre su rostro se mezclara con el que hacía el agua al caer desde los desagües al regato. Fue también entonces cuando, mirando a su izquierda, se percató del estado en el que se encontraba la cortina de Alejandro el Putica, aquella que ya hacía varias décadas había hecho Alejandro en lo que se consideraba como tierra de nadie. Ahora la maleza lo ocupaba todo. Miro al otro lado, hacia el regato; también estaba todo aquello lleno de zarzas y tacales. Pero eso no llamó su atención. Sí lo hizo en cambio un grupo de cardos, considerados por él como muy especiales, unas plantas que el tió Fortu nunca había sabido cómo se llaman. Son plantas que, una vez secas, presentan al final de su ramas unas bolas parecidas a un huevo de gallina y que tienen la particularidad de poseer infinidad de celdillas. El tió Fortu recordó que siendo niño, él y sus amigos utilizaban aquello a modo de hisopo, para jugar a mojarse unos a otros. También llegó a la mente del tió Fortu algo que le aconteció una vez en su niñez. Era un día festivo. Su grupo de amigos y él habían estado jugando a mojarse en la zona de Tesorredondo y en el Chapazal. Cansados del juego, descendieron por la orilla derecha del regato hasta llegar a El Plantío. Desde allí vieron que en una de las solanas altas de El Piñedo había un grupo de mozas endomingadas. Alguien lo sugirió y todos los demás estuvieron de acuerdo. Cargaron sus hisopos improvisados con la líquida munición en el regato y con la mayor cautela posible, para que el agua no se cayera, ascendieron el Piñedo por la zona del Camino Zamora. Una vez arriba, fueron a situarse por detrás y por arriba de la solanera en la que se encontraban las mozas endomingadas. A una señal antes convenida, todos sacudieron sus hisopos a la vez sobre los cuerpos de las mozas que, pasado el susto inicial, emprendieron una rápida carrera, tratando de pillar a los muchachos, para darles su merecido. Los chiquillos corrieron más que las mozas y escaparon huyendo hacia Tralpiñedo. Pero no todos. El niño Fortu tropezó poco después de haber comenzado la huida. Cayó mal y se torció un tobillo. Gritaba desesperado por el dolor. Así las cosas, llegaron las mozas. No se compadecieron ni de su caída ni de lo que ellas entendían como teatro, al quejarse Fortu. Tras darle su merecido en forma de pescozones y cachetes en el culo, lo dejaron donde se había caído, en la zona más alta de El Piñedo. El tió Fortu, a sus casi 90 años, recordaba también que después el niño Fortu había tenido que descender "de allí arriba" medio a la pata coja, dando un gran rodeo por la zona del Camino Palacios.


Tras esos recuerdos el tío Fortún no se pudo resistir a coger uno de aquellos “cardos”. Quería volver a experimentar cómo funcionaban como hisopos. Lo hizo nada más llegar al Cajastro y se alegró de que fuera todo tal como él lo recordaba. Otra cosa que también hizo el tió Fortu en esos momentos fue comprobar que el nivel de las aguas del embalse había descendido algo en relación a como había estado en días anteriores. Esto lo dedujo por ciertas marcas que de su situación anterior había dejado el agua.


Después decidió continuar hasta "Las Peñas". Se temía que, pasado el minúsculo regato del Cajastro, tuviera dificultades para continuar su camino por una zona en la que, cuando los inviernos venían muy “cargados”, solía estar empantanada. No fue así. A pesar de que en las junqueras el suelo estaba algo blando, no era lo suficiente como para obstaculizar el paso.

Continuó por el sendero. Le llamaron primeramente la atención unas minúsculas flores parecidas a margaritas y cuyo nombre él desconocía; como también desconocía el de otras que vio poco después y que en algo le recordaban a las "comemeriendas" que salían en las eras cuando ya "se estaban barriendo éstas", una vez que ya se había terminado de llevar la paja a los pajares o a las pajeras.


Siguió avanzando y en un momento dado se detuvo a observar una larga fila de hormigas que le recordaron las procesiones de cofrades de la capital de su provincia en la Semana Santa. La larga fila terminaba bajo una peña. Fue entonces cuando recordó algo de su niñez. Eso había ocurrido cerca del “Puente de los Tres Ojos”. Aquel verano la era de su padre estaba en la zona de La Fontana. Un día a la hora de la siesta el niño Fortu  salió "a dar una vuelta por ahí”. Ya cerca del puente le llamó la atención una hilera de hormigas de un tamaño poco habitual, por lo grandes que eran; también, por la facilidad con la que transportaban los “titos” de trigo y de cebada. Si mucho le sorprendió eso, no le sorprendió menos que en una hilera paralela a la formada  por esas hormigas, hicieran lo mismo otras de parecidas dimensiones, si bien de una coloración algo diferente. Esto sólo se apreciaba si uno era capaz de fijarse bien. El niño Fortu dedujo por ello que unas y otras hormigas debían de ser de familias y hormigueros diferentes. Y entonces él quiso confirmar algo que ya antes había oído. Para ello cogió una hormiga y la colocó en la hilera que no era la suya. Enseguida fue atacada por varias de sus adversarias, hasta que la mataron y se la llevaron como trofeo, en la misma dirección en la que llevaban las semillas de trigo y de cebada. Como le pareció una lucha desigual, cogió otro hormiga y la colocó en la hilera de sus adversarias, pero en este caso procurando que sólo fuera una la que se pudiera enfrentar a la “intrusa”. Una contra una, la pelea estuvo bastante igualada, pero finalmente la intrusa huyó en dirección al lugar donde estaban las de su hormiguero. Todavía el niño Fortún quiso saber más, por lo que repitió la escena , pero haciéndolo al revés. Lo continuó repitiendo varias veces, cambiando de intrusas y de escenario. El resultado se repetía; siempre la vencedora era la propietaria del hormiguero y la que huía era la intrusa. Y si Fortu no apartaba a las propietarias del hormiguero, éstas, en grupo, mataban a la forastera. Eso hizo que el niño Fortu confirmara dos frases que había oído muchas veces. Eran aquello de que la unión hace la fuerza y que cada gallo canta en su “muradal”.


Tras la observación del hormiguero continuó sólo unos metros más adelante. Se sentó un ratito sobre las piedras de "las Peñas", que estaban bastante cubiertas de musgo y de líquenes.


Le extrañó que en todo el rato que estuvo allí en el agua del embalse "no saltó" ni un solo pez. Era como si allí no hubiera vida. Y pensaba él que antiguamente en un día soleado como aquel, se habrían visto saltar, saliendo fuera de la superficie el agua para caer enseguida, a multitud de peces, principalmente cartas. Él, que ahora a sus ya casi 90 años ya no sabía mucho de esas cosas,  estaba oyendo decir a los pescadores que ahora ya había otras clases de peces en el río, peces que alguien había echado, y que los nuevos se habían comido a los de antes.


Regresó al pueblo por el mismo camino, y también con comparecidos resultados. No encontró a nadie en las calles. El silencio seguía haciéndose pesado y molesto. Sólo ya cuando iba llegando a su casa le sorprendieron unos maullidos quejumbrosos, similares a llantos de niños pequeños. Al tió Fortu eso no lo cogió por sorpresa. Sabía muy bien que, aunque algo tarde ya, algunas gatas todavía "andaban a gatos"; éstos se estarían peleando entre ellos por conseguir los favores de las hembras. Y entonces el tío Fortún recordó que durante muchos años, cuando llegaba el mes de febrero, había escuchado a sus mayores recitar una poesía o relación que decía más o menos así:


FEBRERO  Y  LOS  GATOS.


Agitados y revueltos

este mes trae a los gatos

y en jardines de su amor

se convierten los tejados.


Ni que llueva, ni que nieve

ni que esté la noche helando,

el morrongo que se siente

de verdad enamorado,

a buscar a su morronga

lánzase por los tejados

y la llama con maullidos

que molestan demasiado.


También pasa algunas veces

que el morrongo está maullando

y con otro morronguito

la morronga pasa el rato.

¡Ay, qué escena tan terrible!

El morrongo que es burlado

al otro minino ataca

con mordiscos y arañazos.

Y enzarzados en la lucha

caense desde el tejado

sobre un grupo de comadres

que pasando están el rato,

contando cosas y “chismes”

de personas de aquel barrio.


¿De quién fue mayor el susto

del alboroto causado?

Eso sólo lo sabrán

las comadres y los gatos.


El tió Fortu continuó su camino hacia su casa donde ya “la parienta”  le estaba esperando para comer.


Patrocinio Berrocal

15 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page