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RECUERDOS DEL TIÓ FORTU (PARTE 4)

Actualizado: 10 ago 2020

Era una mañana de uno de los primeros días de diciembre. El tió Fortu, nada más levantarse de la cama, hizo lo que hacía todas las mañanas: acercarse al gran ventanal del comedor para ver qué aspecto tenía el día. Le alegró lo que vio. No le importaba que a aquella hora todavía hiciera un frío de esos que ponen rojas las manos y las orejas y la nariz. Eso lo dedujo porque, sin haber nevado por la noche, los tejados que se veían desde su comedor estaban completamente blancos. El tió Fortu estaba seguro de que conforme fuera avanzando la mañana "la cosa cambiaría". Su larga experiencia le decía que ese día, sin nubes y sin viento, alcanzaría, al menos al sol, una temperatura bastante agradable.


Permaneció en casa hasta unos minutos antes de "la hora del médico". Entonces salió de casa y se dirigió al edificio anejo a lo que en su día habían sido las escuelas y que era el lugar en el que pasaban consulta el médico y la enfermera. Cuando él llegó, ya había en la sala de espera otras seis personas, todas ellas de edad avanzada. "Todos viejos", pensó el tió Fortu. "No quedamos más que viejos y cada vez menos", siguió pensando el tió Fortu, “esto se acaba. Los viejos, por ley de vida, nos tenemos que ir. Niños, no quedan. Como no ocurra un verdadero milagro, cosa que no creo, esto poco dura”.


Y recordó entonces que allí mismo, en el lugar en que los otros viejos y él mismo estaban sentados en esos momentos, hubo una época en la cual aquello era "el recreo de los niños", un porche o patio semicerrado, en el cual en esa época recordada habría habido un verdadero hervidero de niños. Recordaba también que a él eso no le tocó, porque las escuelas que se hicieron donde antes había estado el trinquete, se hicieron cuando él ya había dejado de ir a la escuela. No obstante, eso no le impedía saber que allá por los años 50 y 60 del pasado siglo a aquella hora en que los otros viejos y él mismo estaban sentados en la sala de espera del consultorio médico, allí mismo habría estado jugando y gritando casi medio centenar de chiquillos. No dejó de recordar que no lejos, donde ahora está "el bar de arriba", "el club de jubilados" o "el tele club", como cada cual prefiera denominarlo, había un idéntico lugar, en el cual habría habido otras tantas muchachas.


El tió Fortu no tuvo mucho tiempo para seguir recordando. Como él sólo había ido para mirarse la tensión y eso lo hacía la enfermera, fue llamado enseguida por ella.

Salió contento. Le había dicho la enfermera que, aunque picaba algo a alta, su tensión podría ser considerada como normal, dada su edad. Eso hacía, según ella, que no fuera necesario ningún tratamiento con medicamentos ni ninguna dieta alimenticia especial.


Una vez en la calle se sentó en uno de los dos bancos existentes al lado del consultorio médico. No se estaba mal allí. El sol daba de lleno. Así y todo no era su intención estar mucho tiempo en ese lugar. Si se había sentado, era sólo porque había querido darse tiempo a sí mismo para decidir qué era lo que finalmente debía hacer aquella mañana, hasta que llegara la ahora en que "la parienta" lo llamara para comer.


No tardó demasiado tiempo en decidirse. Iría dando un paseo hasta el cementerio y regresaría al pueblo por el Camino Almendra.

Pasear ahora por el Camino San Pedro es un placer, pensó. Ahora es ancho y está totalmente hormigonado. Qué diferencia, siguió pensando el tió Fortu, con aquel otro que no tenía más anchura que la existente entre las dos ruedas de un carro y en el que no había otra cosa que piedras y barro.


Caminó lentamente disfrutando de la soleada mañana y observando detenidamente todo lo que había a uno y otro lado del camino. Ya cerca de la puerta enrejada del camposanto el tió Fortu estuvo mirando durante unos minutos "los dos cementerios", el nuevo y el viejo. A él el nuevo, al que consideraba como el de los lujosos panteones, "nada le decía". Al fin y al cabo, él allí no tenía a nadie de sus ascendientes. Así pues, su mirada se dirigió al viejo, al de las viejas cruces, ya medio oxidadas, y los pequeños montículos de tierra. Y se emocionó mucho más de lo que él mismo hubiera deseado. Allí sí estaba su gente. Aunque entonces ya no quedaba nada que lo indicara, el tió Fortu sabía los lugares exactos donde ya hacía muchos años habían sido dejados los restos mortales de sus antepasados. Hacía tantos años que, siguiendo el riguroso turno de enterramientos, en esos mismos lugares ya habían sido enterradas otras personas. Y entonces el tió Fortu le surgió la pregunta: ¿por qué se había hecho un cementerio tan pequeño? De haberse hecho de mayor superficie, siguió pensando el tió Fortu, no se habría tenido que llegar a abrir fosas para que éstas fueran ocupadas por otros difuntos.


La verdad es que el tió Fortu tenía muchas dudas sobre todo lo relacionado con ese cementerio y otros cementerios existentes anteriormente en Valdeperdice, así como de otras formas de enterramientos.


Luisa Román, la hija de Felipe el del tió Patrocinio, le habría podido decir, porque para ello había investigado todo lo necesario, que hubo un tiempo, siglos atrás, en que los valdeperdiceños eran enterrados dentro de la iglesia del pueblo. También le habría podido dar datos sobre el cementerio exterior que allá por 1834 se había hecho detrás de la iglesia (de cara a la casa de Juanito y de la cortina de Serafín). Aunque el tió Fortu no sabía cuándo había comenzado a existir ese cementerio anejo a la iglesia, ni cuándo había cesado en sus funciones, sí recordaba aquel pequeño espacio, cercado por una pared de poco más de 1 m de altura y hecha a mampostería con piedras de pizarra. Lo recordaba como un recinto abandonado, lleno de malas hierbas, entre las que destacaban cardos, ortigas y “cibutas”.

Luisa Román le podría haber dicho que la ubicación actual del cementerio, en el Llamero, data de la segunda década del siglo XX. Es cierto que lo que está documentado es que en 1927 el cementerio ubicado en el Llamero, y que hasta entonces era municipal, pasó a ser propiedad de la Iglesia, por cesión de la corporación municipal. Lo que con eso no queda claro es cuánto tiempo antes había sido construido, aunque no parece probable que fuera mucho.


El tió Fortu esa mañana echó en falta en el cementerio viejo de  el Llamero un pequeño recinto adosado a él. El tió Fortu lo recordaba en la esquina "que daba para adelante y para abajo”. Ese pequeño recinto adosado al cementerio había servido para enterrar en él a los que se habían suicidado, a los que por ese motivo la Iglesia no les reconocía el derecho a ser enterrados "en lugar sagrado".


Recordando esto último, el tió Fortu notó cierto malestar que recorrió todo su cuerpo. Los pocos pelos que ya le quedaban "se le pusieron de punta", recordando esos casos de suicidios habidos en Valdeperdices. Habían sido cuatro entre los años 50 y principios de los 90 del siglo XX. Cuatro casos de suicidios en 40 años le parecían demasiados para una localidad de tan escasa población. Y eso sin contar otros casos que llegaron  a su mente como intentos fallidos de suicidio, que también los había habido.


En esos y en otros recuerdos, especialmente los referidos a sus familiares ya fallecidos, gastó algunos minutos más el tió Fortu. Pero llegó un momento en el que esos recuerdos sirvieran para que él se emocionara más de lo debido, según su criterio; tanto, que las lágrimas comenzaron a pedir paso. Como el tió Fortu no quería dejarse vencer por esos sentimientos, decidió largarse de allí.


Continuó caminando hacia el Camino Almendra. Ya cerca de éste, dejó a su izquierda una laguna o charca que ha sido hecha en los últimos años. Haciendo cálculos visuales, le pareció que la laguna en cuestión podría estar ubicada en la cortina que fue propiedad de Ricardo el de Presenta. Le llamó la atención que el carámbano que se había formado durante la noche en la laguna, en ese momento, medio derretido por el calor del sol, estaba rompiéndose; los trozos flotaban sobre la superficie del agua como si fueran grandes nenúfares.


Ya en el Camino Almendra, buscó un lugar en el que sentarse. Al no encontrar nada mejor, lo hizo sobre la pared de la cortina de Eladio. Una vez allí sentado, dejó volar sus recuerdos, aquellos que tenían algo que ver con el Camino Almendra.


De pronto se dio cuenta de que eran muchas las cosas que a lo largo de su vida le habían acontecido en aquel camino y en sus alrededores. Sin saber muy bien la causa, el episodio que recordaba con más precisión era uno que tenía que ver con la molienda.


Aquello tuvo que ser, pensó el tió Fortu, nada más terminar la guerra, pero ya muy avanzado el otoño. Él entonces ya "había dejado de ir a la escuela", pero todavía su padre no lo había dejado con la responsabilidad de hacer los trabajos más exigentes en las faenas del campo y que estaban reservados a los más mayores.


Una mañana de aquel avanzado otoño sus padres le encomendaron la tarea de llevar un costal de cebada al molino de Almendra. En Valdeperdices, hasta finales de la década de los años 60 o comienzos de la de los 70, no había habido nunca molino.


Para el Fortu adolescente aquella mañana su trabajo consistía en conducir la burra, valiéndose del ramal y caminando delante de ella. Lógicamente el costal de cebada iba colocado sobre el lomo de la caballería y bien atado a ella con una no muy gruesa maroma. No era ésa precisamente la forma más habitual que tenían en su familia de llevar el grano al molino. Lo que solían hacer cuando necesitaban harina, de cebada para los marranos o de algarrobas para las vacas, era llevar en el carro varios costales llenos de esas semillas.

El tió Fortu, a sus casi 90 años, ya no podía recordar por qué en aquella ocasión no se hizo como de costumbre.


"El caso fue, se dijo a sí mismo el tió Fortu, que aquella mañana de aquel avanzado y lluvioso día de otoño salí de Valdeperdices conduciendo la burra, que iba cargada con un costal de cebada, un costal de los de media carga, medida de “cogüelmo". Antes de salir de casa mi padre y mi madre me habían dado todos los consejos que consideraron oportunos y me habían avisado de todos los contratiempos que se me podían presentar en el recorrido, tanto a la ida como a la vuelta. Yo procuré seguir al pie de la letra todos esos consejos.


A la ida no surgió ningún inconveniente y todo se desarrolló según lo previsto. Sin embargo, al regreso "no fue así la cosa". Nada más salir de Almendra y comenzar a subir la cuesta que allí había entonces, nada más dejar atrás la fuente, el costal, seguramente porque no lo habíamos sujetado bien al cuerpo de la burra, comenzó poco a poco recorrerse hacia atrás. Yo entonces temí que el costal pudiera caerse por la parte trasera del cuerpo de la burra. Lo único que se me ocurrió entonces para evitar que eso sucediera, fue detener la caballería en su caminar y ponerla mirando hacia Almendra.


— ¿Qué te ocurre, majo?

Eso fue en lo que oí decir a un hombre de nuestro pueblo vecino, que estaba allí cerca en una cortina, haciendo no recuerdo qué. Al parecer él me había visto desde donde estaba y se había percatado de que yo tenía problemas.

— Que se me va el costal para atrás — respondí yo.

— Espera, que voy y te ayudo.


Y aquel hombre de Almendra, al que yo no conocía de nada y que después nunca supe quién había sido, hizo todo lo que era preciso para soltar las cuerdas, colocar adecuadamente el costal sobre la burra, para terminar sujetándolo fuertemente con la ayuda de la delgada maroma. Le di las gracias y continué mi camino.


Al llegar a Las Estudas y sin que yo supiera la causa, la burra se espantó de algo. Al hacerlo se salió del camino y fue a parar a un gran charco de agua y lodo. Enseguida me di cuenta de que "la cosa se ponía fea". Tiré fuertemente del ramal en un intento por hacer que la burra volviera al camino. Muy pronto me di cuenta de que el animal lo estaba intentando; sin embargo, no lo conseguía. Sus cuatro patas se habían hundido tanto en el charco embarrado que le era imposible sacarlas.


Yo entonces me puse muy nervioso porque no se me ocurría nada para poder hacer que la caballería saliera de aquel atolladero. Lo único, y eso lo repetía una y otra vez, era tirar del ramal para ver si ella hacía un esfuerzo mayor y conseguía por sí sola salir de allí.


Pasaban los minutos y el animal, cansado de intentarlo, desistió de su empeño. Entonces yo comencé a mirar a mi alrededor, tratando de ver a alguien que me pudiera ayudar, igual que antes lo había hecho el hombre del vecino pueblo de Almendra. Pero por allí no había ni un alma.  Pensé entonces que no tenía otra solución que ir al pueblo en busca de ayuda. Pero también consideraba que era muy arriesgado dejar allí sola la burra, aunque no supiera muy bien por qué.


En esas estaba cuando vi asomar por la Raya de Almendra a un muchacho de Valdeperdices, de mi misma edad, que venía caminando hacia mí. Ya antes de llegar a donde yo estaba, comenzó a reírse "a mandíbula batiente" por lo que me había ocurrido. Después, cuando llegó, y una vez que ya se había dado por satisfecho con lo de la risa, decidió que había que hacer algo. Lo malo fue que ese algo, tampoco él sabía en qué consistía. Finalmente tomamos la decisión de que él fuera al pueblo a pedir ayuda, mientras yo me quedaba cuidando de la burra y en especial de que no se echara en el charco, lo que habría hecho que el costal y la harina  se empaparan de agua.


Hasta que llegó un grupo de hombres para ayudar, lo pasé muy mal. La burra, cansada de estar en aquella situación, daba muestras de dejarse vencer y de querer tumbarse sobre el agua y el lodo. Yo tenía que estar constantemente tirando del ramal para que eso no ocurriera. Los segundos se me hacían minutos y los minutos horas en aquella espera que a mí me parecía interminable, a pesar de que, dada la escasa distancia de aquel lugar al pueblo, en realidad no sería demasiada.


La aproximadamente media docena de hombres, entre los que se encontraban mi hermano mayor, llegaron pertrechados con palas. Con ellas y en menos que canta un gallo retiraron el agua y el lodo que aprisionaban las patas de la burra. A continuación ella, sin ningún otro tipo de ayuda, salió de allí.”


Cuando el Tió Fortu terminó de hacer este recuerdo y antes de que su mente pudiera llevarlo a algún otro episodio acontecido en el Camino Almedra, se le acercaron varias mujeres que, procedentes del pueblo vecino, venían de hacer su diario paseo, necesario para mejorar su estado de salud, por prescripción médica. Animado por ellas y acompañándolas, regresó al pueblo.


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