Un día de helada.
Esa tarde al Tió Fortu no le pareció oportuno ir al parque. Todo, porque hacía un frío "que cortaba". Era una tarde de la tercera decena de noviembre. No había ni una sola nube en el cielo; el sol calentaba lo que podía, pero eso no era suficiente para compensar que el viento, procedente de Palacios del Pan, trajera un frío que se colaba hasta los huesos.
Después de comer, el tió Fortu tuvo la tentación de quedarse en casa, medio tumbado en el tresillo y viendo algo en la tele. Ese algo casi siempre era algún documental sobre animales, de los de la segunda cadena. Pero se dijo a sí mismo que eso no era bueno para su organismo y que debía al menos salir a que le diera algo el aire y que lo "desapolillara". Y entonces pensó que el mejor lugar en el que podría estar aquella tarde era en las solanas de El Piñedo. Allí, seguramente, no haría demasiado frío, al menos "mientras allí diera el sol". Sabía de sobra que en aquel lugar no molestaría el viento, detenido éste por el pequeño montículo de rocas de pizarra.
En el recorrido que tuvo que hacer desde su casa hasta El Piñedo "no vio ni un alma".
Una vez que subió la pequeña rampa que conduce a las solanas, se dirigió a la de los hombres y allí se sentó, "cara al sol, con el tabardo viejo" — solía decir él.
Enseguida pudo ratificarse en sus sospechas. Allí se estaba francamente bien, incluso "en aquel día de perros". Y enseguida también pensó en la suerte que tenían los valdeperdiceños por el hecho de que sus antepasados se hubieran puesto a sacar allí las piedras, para construir sus viviendas, y que, llegado el momento en que esas piedras no eran de buena calidad, lo hubiesen abandonado, dejando así aquellas oquedades que tan bien servían como perfectas solanas.
Allí estuvo toda la tarde, sin que nadie fuera a hacerle compañía. Tan sólo pasaron por la zona de El Plantío, de camino hacia las pistas, los nietos de Enrique y los de Serafín. Eso le hizo pensar que ese día "no habría escuela", porque, si no, "no andarían esos muchachos por allí".
Y recordó que muchos años atrás, en una tarde como aquella, allí habría habido mucha gente. Hombres y mujeres habrían salido a tomar el sol, no sólo a las dos únicas solanas en las que ahora solían sentarse; también en otras, como las situadas detrás del "güerto" del tío Patrocinio, o las de "por arriba" del transformador de la luz, o en las del Camino Zamora.
Las mujeres entonces habrían llevado allí, para sentarse, las sillas bajas, de madera y de culo de paja trenzada. Además de las sillas, las mujeres habrían llevado algo para coser, hilar o tejer. Los hombres no solían llevar más que la lengua que le servía para estar en amena charla.
Cuando el sol se fue por Tesolahorca, el tió Fortu supo que allí ya no tenía nada que hacer y que, de continuar allí, se quedaría congelado. Decidió que había llegado el momento de regresar a su casa. En el trayecto el intenso frío reinante le hizo recordar un día de un año de su niñez. "Entonces sí que eran duros los inviernos", pensó.
Una mañana de un día de invierno el niño Fortu, estando todavía en la cama, oyó decir a su madre que "era parda la que había caído". Su madre se estaba refiriendo a la helada. Ya en días anteriores "habían caído buenas". También en este caso la madre se estaba refiriendo a las heladas; unas heladas que habían hecho que toda el agua de El Regato, desde Tesorredondo a la Gadaña, estuviera hecha carámbano, un carámbano que los muchachos no eran capaces de romper ni a pedradas. Pero, según decía su madre, la de aquella noche había sido todavía mucho peor. Además, también según su madre, todo era mucho más llamativo porque, antes de comenzar a helar, habían caído cuatro gotas. Éso había hecho que los negrillos de los “güertos” estuvieran completamente blancos, que de las canales de los tejados colgaran “caramelos” puntiagudos de casi medio metro y que todo el suelo estuviera cubierto de una capa de hielo que parecía como si le hubieran puesto un cristal por encima.
Todas esas cosas escucharon decir a su madre el niño Fortu y su hermano menor, el niño Sixto, desde la cama. Era un día de vacaciones y ellos no tenían que ir a la escuela. De no haber sido por la curiosidad que despertaron en ellos las palabras de su madre, aquel día, con el frío que hacía y sin tener que ir a la escuela, se habrían quedado un rato más en la cama. Pero en aquella fría mañana la curiosidad actuó de despertador y pudo más que sus ganas de estar acostados.
Cuando los dos niños asomaron a la calle, enseguida se dieron cuenta de que su madre no había exagerado en absoluto. En efecto, la helada era de las malas... malas, pero eso no era inconveniente para que hubiera dejado todo de "un bonito que pa qué". Blanco, blanco, estaba todo blanco; y era un blanco que no era igual que el de la nieve, pues tenía muchos más reflejos y matices. Para el niño Fortu y el niño Sixto aquello era un espectáculo único, un espectáculo que ni en el mejor de los sueños podrían haberse imaginado. Pensaron incluso que no volverían a ver nada igual en toda su vida. Y en este sentido, aunque no acertaron del todo, casi... casi. Habría de pasar mucho tiempo hasta que, en uno de los primeros años de la década de los 70, pudieron volver a ver algo parecido.
Aquella mañana de su infancia al niño Fortu y al niño Sixto les habría gustado salir corriendo por las calles y por las afueras del pueblo para presenciar de cerca absolutamente todo aquello. No pudieron hacerlo, porque su madre se lo impidió. Según ella, en aquellas circunstancias y en aquellas condiciones no se podían aventurar a salir a la calle sin riesgo de caerse y romperse algún hueso. Según ella, cuando lo hicieran, debería ser con un calzado adecuado.
Tanto el niño Fortu como el niño Sixto sabían que en casos así el único calzado que podía ser medianamente adecuado eran "cholas con herraduras". Aunque ellos sí tenían cholas, en aquellos últimos días éstas no tenían herraduras. Todo, porque unos días antes o se les habían desgastado o las habían perdido, al caerse los clavos que las sujetaba. Eso había hecho que ya en los días previos hubieran “besado el suelo”, al resbalar y caer. Le habían pedido a su padre que le pusiera herraduras nuevas a las cholas. Él se lo había prometido e incluso había comprado las herraduras y los clavos pero, sin saber muy bien la causa, lo había ido demorando.
Aquella mañana de “la helada parda” los dos niños apremiaron al padre para que cumpliera lo prometido. Para facilitarle las cosas, ellos mismos llevaron hasta donde se encontraba su padre todo lo que éste necesitaba: la clavera, las tenazas de carpintero, el martillo, las herraduras nuevas y las “puntas de fuelle”.
Una vez que el padre realizó el trabajo necesario, los niños se calzaron las cholas y salieron a la calle. Pronto se dieron cuenta de que, a pesar de las herraduras, debían andar con mucho cuidado, si no querían terminar con sus huesos en el suelo. Pronto también, se unieron a un grupo de ocho o diez niños de la misma o parecida edad que ellos. Juntos fueron buscando las edificaciones que tenían los tejados más bajos. Parte de la mañana la pasaron entretenidos en golpear los “caramelos” colgantes de los tejados, para que se soltaran de las tejas o de los “refaldos” y que se hicieran añicos al caer al suelo.
Cuando se aburrieron de hacer eso, se fueron a los “güertos” de los árboles que estaban entre el pueblo y El Piñedo. Allí la diversión estaba en sacudir los troncos de los negrillos más delgados, a fin de que de sus ramas se desprendiera el “cenceño” que, al caer, dejaba el suelo completamente blanco y algunas veces, también el cuerpo del niño que había golpeado el tronco del árbol, si no se daba buena prisa para salir corriendo de debajo de él.
Cuando se cansaron de lo que estaban haciendo en la arboleda de los negrillos, se fueron hasta el embalse, que ese año estaba completamente lleno. En la zona denominada el Cajastro su diversión estuvo en lanzar piedras para que, cabalgando éstas sobre el hielo, llegaran a la orilla opuesta, hasta alcanzar las rocas de El Pozón.
Ya cerca de mediodía fueron a ver cómo estaba la laguna de Tesorredondo. Alguien les había dicho que años atrás, y en un día similar a aquél, un mozo del pueblo se había atrevido a cruzar la laguna, caminando sobre el hielo. Por el camino los muchachos se iba preguntando si ese día el carámbano de la laguna sería lo suficientemente gordo como para poder soportar el peso de una persona, sin romperse. Cuando llegaron a la charca, lo primero que hicieron fue tantear en la orilla. Con satisfacción pudieron comprobar que el carámbano aguantaba muy bien su peso. Enseguida Sixto y un amigo suyo y de su misma edad, que era "tan echao palante" como él mismo, comenzaron a expresar su decisión de cruzar la laguna de un lado a otro, andando sobre el hielo. El niño Fortu, algo mayor en edad y en sensatez que su hermano y que el amigo de éste, consiguió convencerlos del riesgo que eso suponía y de que no debían hacerlo, al menos hasta no haber comprobado antes bien el peso que podía soportar el carámbano de la laguna.
De todos los muchachos que componían el grupo, los dos más mayores en edad aconsejaron poner en práctica algo de lo que ellos habían oído hablar y se lo explicaron a los demás. Para poderlo hacer, algunos de los muchachos fueron al pueblo y minutos después regresaron con lías y trozos de maroma. Otros buscaron por las cercanías de la laguna. Volvieron con un viejo tablero, de los de los carros, que habían encontrado, haciendo de puerta, en el “portillo” de una cortina. Unieron entre sí las lías y los trozos de maroma, hasta conseguir que todo el entramado tuviera una longitud mayor que el diámetro de la laguna. A continuación ataron las lías al tablero. Después colocaron éste en una orilla de la laguna y sobre el hielo, hecho lo cual pusieron sobre el tablero un peso de piedras similar, según su criterio, al de una persona. Finalmente, y desde la otra orilla, comenzaron a tirar de las cuerdas. Fue para toda la chiquillalería una gran alegría, que celebraban con risas y con gritos de júbilo, ver cómo el viejo tablero y su carga se desplazaban sobre el hielo y cómo éste aguantaba el peso, sin dar muestra alguna de querer romperse.
El paso siguiente fue hacer lo mismo pero cambiando la carga, que pasó a ser el amigo de Sixto, que era el más atrevido de todos, además de ser el que menos pesaba. Después se fueron turnando y repitieron la escena hasta que lo hicieron varias veces todos los niños y quedaron satisfechos. Pero entonces ocurrió que algunos de ellos, los más “echados para adelante”, comenzaron a decir que cruzar la laguna así no era valentía ninguna, y que había que hacerlo sin ayuda; es decir, andando sobre el carámbano.
Una vez más el amigo de Sixto fue el primero en intentarlo y en conseguirlo, sin aparente dificultad. Todos lo abrazaron y lo aplaudieron al llegar a la orilla. El siguiente fue Sixto, el hermano menor del niño Fortu. El resultado no fue el mismo. Cuando estaba en el centro de la laguna, el hielo comenzó a agrietarse a su alrededor y a producir sonidos alarmantes. Él entonces se detuvo y quedó como petrificado y sin atreverse a mover ni un dedo. Pasado el susto inicial, comenzó a reflexionar. Era consciente de que allí no se podía quedar, pero temía que, si se movía, el carámbano terminaría por romperse y él quedaría allí atrapado. En principio el grupo de niños se quedó tan asustado y paralizado como Sixto y fue entonces cuando el niño Fortu reaccionó con rapidez y con eficacia. Dijo a su hermano que no se moviera. Tirando de las lías, hizo que el tablero se situará al lado de su hermano Sixto. Entonces el menor de los dos hermanos se subió al tablero y sobre él llegó a la orilla, arrastrado por sus amigos que tiraban de las cuerdas.
El tió Fortu, a sus casi 90 años, al recordarlo se preguntaba qué le habría ocurrido a su hermano, de haberse roto totalmente el hielo o de no haber dispuesto a su debido tiempo del tablero y de las cuerdas. Pensaba también que qué insensatos somos algunas veces.
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