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RECUERDOS DEL TIO FORTU (PARTE 5)

Actualizado: 10 ago 2020

Aquella tarde de diciembre, nada más terminar de comer, el tió Fortu salió de su casa... "como alma que lleva el diablo". Cómo le habría gustado a él entonces, a sus casi 90 años, “haber dispuesto de las piernas” de cuando tenía 12 años, para haber salido corriendo, saltando y brincando "a tometer". Pero ya a su edad, “aunque no me puedo quejar”, sus piernas ya no eran lo que habían sido y, aunque todavía podría ser la envidia de sus vecinos de la misma edad, porque podía permitirse el lujo de dar paseos... de saltar y de correr… ya nada de nada.


Si el tió Fortu aquella tarde salió de su casa como salió, fue debido a que durante casi una semana el cielo se había puesto "emberronao” y no había hecho otra cosa que llover y llover, aunque no hubiera caído mucha agua. Pero aquel día, a media mañana, todo había comenzado a cambiar. Ya a mediodía habían terminado de desaparecer las nubes y lucía un radiante sol. El tió Fortu decidió que debía aprovechar la ocasión para estirar las piernas y para disfrutar de aquella buena tarde, poco habitual, según él, en esa época del año.


Y decidió dar un paseo, caminando por el Camino Muelas. Al hacerlo, tenía temores y esperanzas. Temores, porque con frecuencia el mencionado camino tenía piedrecitas sueltas de canto rodado que las ovejas levantaban al caminar por él. Eso era bastante molesto para los pies. La esperanza de que eso no ocurriera estaba basada en que aquella misma mañana desde su casa había visto cómo pasaban por ese camino dos tractores. Consideraba el tió Fortu que en esa ocasión, al estar el suelo algo húmedo, las piedrecitas estarían aplastadas y hundidas dentro de la tierra, por el peso de las ruedas de los tractores.

Después resultó que sus esperanzas se cumplieron y que pudo caminar sin problema alguno por ese camino denominado por los valdeperdiceños como “carretera de concentración parcelaria”.


Al salir del pueblo por esa zona y ver las edificaciones semiabandonadas de la derecha del camino, recordó que en algún tiempo todo aquello habían sido eras privadas. Y pasaron por su mente las imágenes de Ventura el de Juliana, de Florentino el de Laurentina y  de Felipe el de María Inés (el también conocido como Felipote).


Ya subiendo la cuesta, recordó que en aquel lugar durante bastantes años había habido pajeras, como también las había habido en otros lugares como el Ejido y Tesorredondo. Las pajeras no eran otra cosa que montones de paja de trigo o de cebada que hacían los valdeperdiceños con la que no les cabía en sus pajares. Esa paja solía ser la primera que se utilizaba, antes de que fuera deteriorada por la lluvia. Se usaba preferentemente para la lumbre y para que sirviera como camas para los animales. Alguna de ella terminaba convirtiéndose el estiércol.


Y sin que el tió Fortu lo pretendiera le llegaron las imágenes de Antonio el de Alejandra (el también denominado por muchos como el tío Antoñete). En esas imágenes Antonio el de Alejandra se le presentaba cazando pardales con pajareras en las pajeras de Tesorredondo, por donde ahora vive Serafín el de Eleuteria. Y el tió Fortu se sonrió pensando qué opinarían de esto algunos de los llamados por él mismo como ecologistas domingueros. Seguramente se rasgaría las vestiduras por el hecho de que, según su criterio, fuera una crueldad innecesaria matar a los pajarillos de ese modo.. El tió Fortu consideraba, sin embargo, que aquello que hacía Antonio el de Alejandra, y que hacían muchos de sus convecinos en Valdeperdices años atrás, no suponía daño alguno a la naturaleza, como había quedado bien demostrado, dado que aquello jamás causó ningún tipo de extinción para los animales víctimas de ese tipo de caza. Otras serían después las causas (insecticidas, herbicidas, desmontes que eliminaban lugar de refugio o de nidificación) las que después, con el paso de los años, habían ocasionado grandes daños a animales y plantas, muchas veces ya irreversibles.


Una vez pasó la zona en la que en su día había habido pajeras, el tió Fortu se limitó a caminar y a disfrutar con la vista de lo que había a su alrededor. De vez en cuando se detenía para mirar hacia todos los lados. No era mal observatorio aquel. Cierto que podría haber visto más cosas si se hubiera llegado hasta el Cerro las Cumbres, pero lo que se veía desde el Camino Muelas tampoco estaba nada mal.


Desde allí pudo contemplar los grandes molinos, como enormes gigantes de tres brazos y ojos relucientes de cíclope, instalados por alguna compañía eléctrica en la zona de El Sierro y también en cerros cercanos a Villaflor. Desde allí podía ver también, medio confundidos en color con el cielo, los cerros situados al otro lado del embalse. De modo muy parecido, los jarales de Las Fuentes. A su izquierda y más cercanas se veían zonas de El Seis y de El Siete, El Montico , Las Coronas y El Valle.


Eso fue haciendo hasta llegar a "La Senara la Iglesia". Y entonces recordó que poco después de pasar el bacillar de Benjamín el de Florencia, y a la derecha del camino, había una tierra que era propiedad de la Iglesia y que ésta durante bastantes años la tuvo arrendada a un agricultor de Almendra. Recordó también que, aunque él eso ya no lo conoció, oyó alguna vez decir que, cuando allá por 1923 se compró a Dª. Victoriana Villachica las tierras de El Término, había habido cierto enfrentamiento entre los vecinos de Valdeperdices con el cura, que por entonces era don Santiago Sastre. Todo, porque los vecinos del pueblo no querían que la Iglesia, como institución, participara en la compra de aquellas tierras, como si de un vecino más se tratara. Según los que le habían contado eso al entonces joven Fortu, en aquella ocasión la Iglesia "se había salido con la suya" y había adquirido un trozo de terreno que después sirvió para que a ese lugar se le conociera como "Senara de la Iglesia". Y entonces a la mente del tió Fortu llegaron las imágenes de otras propiedades de la Iglesia en Valdeperdices que él ya había conocido bien. Eran: la casa del cura y dos cortinas. La primera de ellas el tió Fortu nunca la conoció habitada por ningún sacerdote, que en aquellos años ya vivía en Almendra; sí, en cambio, habitada por otras personas a las que el cura se la arrendaba. De las cortinas una era aneja a la vivienda. La otra estaba situada a la salida del pueblo y durante muchos años la cultivó, arrendada, Manolo, el conocido como Roquito.


Antes de llegar a las Eras del Campo, el tió Fortu giró a la izquierda, para regresar al pueblo por lo que había sido la cañada de La Majada y que ahora es una carretera de concentración parcelaria, que no hace muchos años fue asfaltada.


Antes de llegar a Valdelamor se paró unos minutos, para descansar y, como tantas veces, para recordar hechos que a él le habían acontecido allí, siendo niño o adolescente. En esta ocasión fueron dos los hechos recordados. Los dos tenían que ver con las ovejas.


El primero de ellos había acontecido en una fría mañana de invierno, seguramente en los días de Navidad. El tió Fortu dedujo que debería de haber sido por esas fechas, porque de lo contrario él  a aquella hora debería haber estado en la escuela. Lo que recordaba el tió Fortu era que aquella mañana su madre, por deseo de su padre, le había mandado que fuera a La Majada a cambiar el corral de las cancinas. Debe decirse que no era nada habitual que en aquella época del año esos animales pernoctaran a la intemperie. Lo habitual era que pasaran la noche en las tenadas. Sin embargo, en aquella ocasión los padres del muchacho Fortu tenían una "punta de cancinas" a las que dejaban pernoctando en una tierra de las que "iban a dar a la cañada de La Majada". Seguramente eso sería debido a que no les cabrían en las tenadas, ocupadas éstas por las ovejas de vientre, “emparejadas” o preñadas.


"El caso fue, recordaba ahora el tió Fortu a sus casi 90 años, que aquella mañana, cumpliendo lo ordenado por mis padres, fui caminando hasta el lugar donde estaba el corral de las cañizas. Lo que tenía que hacer, en teoría, no era nada demasiado complicado. Total, mover las cañizas, una a una, de un lado para otro, hasta formar con ellas un nuevo recinto de forma cuadrada en un lugar nuevo y contiguo al anterior. Pero claro, la teoría era una cosa y la práctica otra. Para empezar, a mí entonces "no me acompañaban las fuerzas" y tenía serias dificultades para "cargar con una cañiza" y no digamos nada para cargar a la vez con una cañiza y con el tajo correspondiente, como hacían los mayores. Yo tenía entonces asumido que debía llevar primero el tajo, para después ir a buscar la cañiza, que colocaría en el tajo y que finalmente sujetaría a la anterior, juntándolas por las pernillas, valiéndome para ello de una corra de alambre.


Con muchas dificultades y esfuerzo, porque el peso de las cañizas era demasiado para mis escasas fuerzas, fui llevando y colocando en el lugar correspondiente algunas cañizas y algunos tajos. Pero enseguida me comenzó a ocurrir algo con lo que yo antes no había contado. Las manos se me comenzaron a entumecer y a quedar insensibles. No era nada extraño que eso ocurriera. Hacía un frío que pelaba. Además las tablas de las cañizas estaban cubiertas de una fina capa de hielo. Tuve que abandonar el trabajo momentáneamente. Debía hacer que las manos recobraran la sensibilidad. Para ello las metía bajo la ropa del pecho y las flotaba sobre mi cuerpo y también entre ellas. Cuando conseguía que estuvieran de nuevo disponibles, volvía al trabajo que cada vez se me hacía más difícil. Y así una y otra vez, porque, con sólo llevar una cañiza o un tajo, las manos volvían a las andadas de quedarse insensibles. Finalmente, cuando me quedaban sólo dos cañizas y sus correspondientes tajos por colocar, tuve que renunciar a terminar el trabajo. ¿Después? Seguramente volvería por la tarde a completarlo. También recuerdo que como consecuencia de aquello en los días siguientes mis dedos lucieron unos buenos sabañones que picaban de lo lindo".


Lo del cambio del corral de las cañizas que el tió Fortu, ahora a sus casi 90 años, recordaba, había acontecido en una tierra situada al lado izquierdo de la Majada, viniendo de las Eras del Campo. Aquella tarde el anciano recordó también que del lado de la derecha, y seguramente el mismo año, sólo que ya cerca del verano, le había acontecido algo que para el niño o adolescente Fortu había tenido consecuencias bastante desagradables.


"En aquella ocasión, continuó recordando el tió Fortu, yo andaba de ayuda con mi padre. No recuerdo muy bien, maldita sea esta niebla que se me pone delante, si eso era así porque yo entonces ya había dejado de ir a la escuela por la edad, o porque mi padre me había "sacado de ir a la escuela", porque me necesitaba para que le ayudara en el cuidado de las ovejas. El caso fue que un día, por la razón que fuera, mi padre hubo de ausentarse y me dejó a mí solo con el ganado en las Eras del Campo. Según él, lo único que debía hacer  yo aquella mañana era estar un poco más con las ovejas en aquellas eras donde "no había nada que cuidar". Después, cuando yo notara que se querían amarizar, debería llevarlas por la Majada hasta el pueblo, para que sestearan en las tenadas.


Después y en principio todo fue bien. Lo malo fue que ya cerca de Valdelamor el perro se me largó con una perra "que andaba a perros". Y entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir, que las ovejas, al no disponer yo de perro, se me envalentonaron y “se me apoderaron”. No pude impedir que se metieran en un melonar de los que había al lado derecho de la cañada. Las plantas de sandía y de melón eran entonces pequeñas y a las ovejas les costó poco arrancar prácticamente todas. El melonar quedó completamente inservible. Recuerdo que mis padres tuvieron que abonar los daños".


Tratando de recordar, sin conseguirlo, qué le habían hecho a él sus padres por lo que éstos consideraban como un descuido del muchacho, el tió Fortu continuó su paseo hacia el pueblo, bajando por Valdelamor.

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