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RECUERDOS DE EL TIÓ FORTU (PARTE 6)

Actualizado: 10 ago 2020

Era un día de enero, ya pasados los Reyes. Sin que el tió Fortu acertara a saber la causa, ese día, en lo relacionado con la temperatura, "había salido" mucho mejor de lo que en principio se podría esperar, dadas las fechas. "De éstos, pocos en esta época del año", pensó él. Como "había que aprovechar", el tió Fortu decidió salir a dar un paseo, nada más haber terminado de comer. En esta ocasión lo hizo por el antiguo Camino Zamora, por el lugar que los valdeperdiceños llaman las “sorretinas”.


Dejó a la derecha viviendas ya casi totalmente derruidas, las que habían sido del tío Andrés y de Asela. Se le hizo un nudo en el estómago, al pensar que no mucho después de que el "estirara la pata", algo parecido ocurriría con su propia vivienda.


A la izquierda quedaban algunas de las solanas de la zona alta del Piñedo. Seguramente aquella tarde "allí arriba se estaría de puta madre", siguió pensando. Él ya, a sus casi 90 años, no se sentía con fuerzas para subir allí. Además aquella tarde, aunque hubiera sido capaz, tampoco lo habría hecho. Debía caminar todo lo que sus piernas se lo permitieran.


Al llegar al Camino Palacios tuvo la tentación de continuar por Traslacuesta, pero no se atrevió. Sabía que ese camino terminaba por cortarse al llegar a la huerta de Inocencia. Podría ocurrir que, una vez allí, no pudiera pasar sin riesgo de atollarse. No era difícil que eso pudiera ocurrir, debido a que en los días anteriores había llovido bastante.


Así pues, optó por subir por el Camino Palacios, ahora ya asfaltado. Cuando llegara arriba, pensó, giraría a la derecha, para continuar por los Llanos hacía la Cañada de las Merinas. Una vez allí, regresaría por la Peña.


Así lo hizo. Una vez en el pequeño promontorio rocoso, dejó el camino de Concentración Parcelaria y se puso del otro lado, donde daba el sol de plano. Sí señor, pensó, buena solana era aquella. Y allí fue donde decidió sentarse a descansar, a calentarse al sol y a dejar que sus pensamientos no llevaran a donde quisieran.


El hecho de saber que frente a él, a la derecha del Montico, estaban las naves de ganado de Atanasito y de David, le hizo pensar en la gran diferencia existente en la manera de cuidar del ganado "de antes y de ahora".


Eso hizo que sus pensamientos retrocedieran bastantes décadas. Y así se vio a sí mismo, siendo todavía un adolescente, "un muchacho" decía él, yendo "de ayuda" con su padre.


No muy lejos de allí en cierta ocasión el tío Severiano, su padre, y él estaban cuidando del ganado de ovejas de su propiedad. Había sido una primavera muy seca. No había llovido prácticamente nada. Eso había hecho que hubiera muy poca hierba para los animales. Los pastores se veían obligados a introducir el ganado en lugares de difícil acceso o de dimensiones  reducidas, donde poder encontrar algunas matas de hierba, para que comieran las ovejas. Una tarde en que éstas no hacían otra cosa que "berriar”, pidiendo la comida que no tenían, su padre decidió meterlas en una estrecha finca, rodeada ésta por otras cultivadas con algarrobas. En esa estrecha tierra sí había hierba, aunque no fuera mucha. Eso era así porque no era nada fácil acceder a ella; había que hacerlo por un estrecho camino a cuyos lados había también fincas cultivadas.


Llevándolas “acordonadas” y casi corriendo, padre e hijo, con la ayuda de los perros, hicieron que las ovejas recorrieran en pocos segundos el camino que llevaba a aquella tierra que tenía algo de pasto.


En los primeros minutos las ovejas se entretuvieron en comer la no mucha hierba que allí había. Pero ocurrió que, una vez que se acabó la hierba existente, las “mecas” continuaban teniendo hambre, por lo que comenzaron a  quererse introducir en las tierras cultivadas, para saciar su hambre con las plantas de algarrobas, cuyas vainas en aquellos días ya estaban granadas.


Con la “cacha”, a pedradas, a terronazos y con la ayuda de Rubio, el perro, Fortu trataba de impedir que las ovejas entraran a comerse las algarrobas. El perro mostraba intenciones claras de no querer conformarse con ladridos para mantener a raya a las ovejas en su intento por entrar a comer en el sembrado. Fortu en ese sentido debía frenar al perro en su intento por morder, pues sabía que el perro “tenía dinamita en los dientes”. Oveja a la que mordía Rubio, o quedaba malherida o moría. Todos decían que aquel perro era demasiado fuerte y que además mordía en muy malos sitios.


En un momento dado las ovejas "quisieron apoderarse" y un grupo bastante numeroso de ellas entró en la zona de las algarrobas. Entonces Fortu ya no se aguantó más y mandó al perro que atacara. Y eso fue lo que éste hizo rápidamente y  del modo en el que lo solía hacer; es decir, a lo bestia.


Tras morder Rubio a varias ovejas que, asustadas, salieron huyendo del sembrado, el perro se lanzó en un nuevo ataque contra la única oveja que en aquellos momentos quedaba comiendo en la finca de las algarrobas. La mordió en el pescuezo y la dejó muy malherida.

En algunas ocasiones las ovejas que eran mordidas por los perros en las gorjas, se desangraban y morían, pasados no muchos minutos. Sin embargo, en aquella ocasión no hubo demasiado derramamiento de sangre y la oveja, aunque debilitada, siguió al rebaño durante todo el día.


A la mañana siguiente, al llegar al corral de las cañizas, Fortu y su padre la encontraron muerta. Después alguien les dijo que a la oveja se le habría infectado la herida, se habría inflamado el pescuezo y eso le habría oprimido la garganta hasta no dejarle respirar.

Su padre en aquella ocasión se tuvo que conformar con despellejarla. Si hizo eso, fue porque en aquellos años la piel de las ovejas "valía un dinero". La carne sin embargo, la dejó allí para que se la comiera los buitres; ya olía mal.


Eso de que  las pieles de las ovejas en aquellos años “valieran un dinero” trajo a la memoria del tió Fortu las imágenes de los pellejeros, anunciándose por las calles del pueblo, llevando a sus hombros o a sus espaldas las pieles ya adquiridas.


Y de esas escenas recordó dos en especial. Durante aproximadamente media docena de años dos de los pellejeros que solían ir por Valdeperdices, eran hermanos y, por lo que fuera, "no se llevaban bien".


En una ocasión el tió Fortu, entonces ya adulto, presenció cómo uno de los dos hermanos insultaba de muy malas maneras al otro, que se limitó a abandonar el lugar y el pueblo, dejando lo de la compra de las pieles para mejor ocasión.


No pasados muchos días, volvió por el pueblo aquel de los dos hermanos que en la ocasión anterior había sido insultado. Y entonces varios valdeperdiceños lo animaban a que contara los motivos de desavenencia con su hermano; le tiraban de la lengua y lo "encismaban", para que hablara mal del otro. No consiguieron que "soltará prenda". Como quiera que los valdeperdiceños mostraran su extrañeza por ello, el pellejero se limitó a decir: yo nunca hablaré mal de mi hermano; quien eso hace, habla mal de sí mismo, porque sabido es que por mucho que salte la astilla, nunca llegará muy lejos del madero.


No había terminado de recordar lo relacionado con los hermanos pellejeros cuando, sin él saber la causa, el tió Fortu notó que llamaba a la puerta de sus recuerdos el Tió Procopio el pastor.


El Tió Procopio era ya un anciano cuando el tió Fortu era sólo un muchacho de unos 14 años. Ahora el tió Fortu, a sus casi 90 años, se sonreía al pensar que en aquellos años se consideraba ya como un anciano muy anciano a alguien que no tenía más de 60 años. Y pensaba también que eso ahora habría sido diferente.


Pues bien, el Tió Procopio a sus 60 años ya no trabajaba de forma continuada en su profesión. Antes sí. Se solía ajustar con algún "amo", propietario de algún rebaño de ovejas, durante todo un año, de San Pedro a San Pedro. Pero ya hacía dos años que había comenzado a tener problemas de salud. En el mal tiempo "cogía unos catarros que pa qué". Eso hacía que sólo aceptara algunos trabajos por cortos períodos de tiempo, generalmente en los meses del año en los que hacía más calor.


Y así fue como unos días después de lo de la oveja “agorjada” por el Rubio, la madre del muchacho Fortu ajustó al Tió Procopio como pastor por unos días, debido a que su marido "andaba macanche", porque en el pueblo había algo de “andacio”. Así fue como durante aproximadamente una semana el Tió Procopio, con la inestimable ayuda de Fortu, cuidó del rebaño de ovejas del tío Severiano, el padre del muchacho.


El Tió Procopio tenía fama de haber sido un muy buen pastor, al que todos los amos querían para que cuidara sus ovejas y que, en consecuencia, siempre había sido uno de los que más cobraban por su trabajo, a pesar de que eso también siempre había sido bien poco.


Lo único que se le solía objetar al Tió Procopio era que en algunas ocasiones muy excepcionales, de gran escasez de pasto, era demasiado atrevido para meter a pastar a las ovejas en lugares no debidos, por prohibidos. Eso hacía que después, en el caso de que eso fuera descubierto, los dueños del ganado tuvieran que pagar la correspondiente sanción económica.


En esa semana en la que el Tió Procopio el pastor actuó como tal para el tió Severiano, el padre de Fortu, una noche, cuando pastor  y zagal intentaban meter las ovejas en el corral de las  cañizas para que pernoctaran, las reses se negaban a obedecer las órdenes. Esto fue interpretado por el Tió Procopio como una clara muestra de que los animales no querían encerrarse, debido a que tenían hambre. Fue entonces cuando el pastor le dijo al zagal:


— No podemos encerrar las ovejas así.

— ¿Así, cómo?

— Sin haber comido lo imprescindible.

— ¿Y qué podemos hacer?

— Meterlas donde sea, para que coman.

— ¿Y si nos pillan?

— Es un riesgo que tenemos que correr.


En aquellos años los valdeperdiceños durante cierto tiempo mantenían acotadas al pastoreo algunas zonas comunales, así como aquellas fincas privadas que, estando en la hoja de los sembrados, no se hubieran cultivado. Todo ello se conocía como los "labraos".


El Tió Procopio sabía que no muy lejos del lugar donde iban a encerrar las ovejas había un “labrao”. Era una finca particular no sembrada ese año, situada entre otras tres cultivadas y un camino. A criterio de el Tió Procopio la finca en cuestión no tenía un demasiado difícil acceso para el rebaño. Al no haber sido pastoreada, en aquellos días tenía "muy buena comida", principalmente “alverjacas y reventón” con las vainas ya granadas.


Dicho lo dicho, el Tió Procopio obligó a las ovejas para que entrara en el corral. Fortu no entendía nada. Si el Tió Procopio había dicho que iban a llevar las ovejas a comer la hierba del labrao, ¿para qué las metía en el corral?

El Tió Procopio lo hacía para allí dentro poder hacer algo que él consideraba necesario. Eso era quitar a media docena de ovejas las cencerras que llevaban en sus pescuezos. Era una medida necesaria para no hacer demasiado ruido y así poder cometer la infracción sin ser descubiertos.


“Descencerradas” las ovejas y haciendo el menor ruido posible, se encaminaron al “labrao”.

Tal como el tió Procopio pensaba y decía, no le fue demasiado difícil a pastor y zagal, lógicamente con la inestimable ayuda de los perros, hacer que las ovejas llegaran al lugar de destino. Una vez allí, las “mecas” se dieron buena prisa en llenar la panza con aquellas tan nutritivas hierbas.


Cuando el tió Procopio consideró que por aquella noche las ovejas ya habían tenido tiempo suficiente para satisfacer su hambre, decidió dar por terminada la excursión nocturna por lo prohibido. En consecuencia, comenzó a hacer lo necesario para abandonar el lugar. Fue entonces cuando, sin saber de dónde había salido, hizo acto de presencia el guarda.


- ¡Qué, tió Procopio!¿Haciendo de las suyas?

 

El tió Fortu, a sus casi noventa años, ya no recordaba el nombre de aquel guarda. Sí, que en aquellos años los valdeperdiceños todos los años ajustaban  un guarda para que cuidara los sembrados y los pastos acotados. También recordaba que a aquellos a los que el guarda sorprendía cometiendo una infracción, tenían que pagar una multa.


Del guarda que los sorprendió aquella noche el Tió Fortu recordaba que era un mozo que no era natural de Valdeperdices y que procedía de un pueblo no muy distante y situado al otro lado del río Esla.


También recordaba el tió Fortu que, según le había dicho su padre, “la broma de la entrada en el labrao le había salido basta.


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