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  • Foto del escritorValdeperdices

Mis veranos en el Pueblo

Los que no hemos nacido en Valdeperdices, pero es nuestro pueblo y son nuestras raíces, esperábamos ansiosos el verano para poder ir a él. Recuerdo cuando llegaban las vacaciones escolares y pasábamos los dos meses de verano con nuestros abuelos. Los viajes eran largos, no como ahora, tardábamos ocho horas desde Bilbao. La mayoría de los niños no estábamos acostumbrados a los vehículos y casi todos nos mareábamos y el viaje se hacía eterno, pero teníamos la ilusión de ir a pasar el verano con la familia: abuelos, tíos, primos, amigos, etc.


Recuerdo, cuando al fin llegábamos al empalme, la sensación de alegría y emoción, ¡por fin!, excitación que aumentaba cuando veíamos en las eras o en los huertos del valle a los vecinos trabajando y cuando nos los cruzábamos en la carretera a lomos de sus burras con sus sombreros de paja siempre nos saludaban y, si reconocíamos a algún familiar, queríamos bajarnos inmediatamente del autobús o furgoneta y quedarnos allí con ellos; pero no era posible, teníamos que permanecer hasta llegar a la puerta de “El Moleño”. ¡Qué enfado e impotencia nos invadía! ¿Por qué no? ¡Si sólo era bajarnos!


En el pueblo la vida era y es muy diferente a la ciudad; más humana: nos conocíamos y conocemos todos, éramos y somos como una gran familia, nos ayudamos y seguimos ayudandonos unos a otros, teníamos y seguimos teniendo una gran sensación de pertenencia, no como en la ciudad donde éramos y somos “uno más de tantos”. Aquí en Valdeperdices, nuestro pueblo, tenemos identidad y somos “personas importantes”: importantes, porque importamos a los demás.


Había diferencias entre la vida en la ciudad y la vida en el pueblo, esas diferencias las teníamos interiorizadas y nos gustaban: no había aseo o baño y teníamos que ir al corral, ni cuenta que nos dábamos íbamos y ya está. No había agua corriente y había que ir a las fuentes a por agua, pues mejor para la chavalería, ir a por agua a la fuente era una diversión, queríamos emular a nuestros padres y llenar las herradas lo más posible aunque tuviéramos que parar veinte veces, queríamos demostrar que podíamos; las calles no estaban asfaltadas, no importaba, la primera semana, por lo menos, yo que era bastante patosa, me caía en la cuesta abajo de la fuente de la señora Clara provocando que mis rodillas se llenaran de heridas y postillas; este era el precio de la libertad, además, así nos mimaban los abuelos curándonos con agua oxigenada y mercromina.


Aprendí a beber agua del botijo-no se podía chupar del pitorro por higiene y porque el sabor a barro era horrible- y los niños competíamos a ver desde qué altura éramos capaces de beber sin que se cayera nada de agua fuera de la boca.


Tengo muchas más vivencias gozosas en el pueblo pero no quiero aburriros. Siempre tuve “envidia” de mi hermano por haber nacido en Valdeperdices… ¡Qué suerte la suya!


MARI DELFI

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